14 de diciembre de 2014
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«Él nos amó primero». Como dice el Papa Francisco en su exhortación Evangelii Gaudium, la aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse amar por Dios y a amarlo con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la vida de la persona y en sus acciones una primera y fundamental reacción: «desear, buscar y cuidar el bien de los demás».
Esta experiencia es la que nos posibilita y habilita para amar, para salir de nosotros y abrir los ojos y el corazón al encuentro de todo lo creado, en especial, del ser humano. Es el motor que nos impulsa a fijarnos en lo que pasa en nuestro entorno y en lo que pasan muchos de los que están en nuestro entorno. Como expresa V. Altaba, es la llamada a observar bien, a estar atentos, a mirar conscientemente, a darnos cuenta de la realidad social, económica y política que nos envuelve, porque en ella podemos escuchar el susurro de Dios que se nos manifiesta y habla en sus criaturas y en lo que el Concilio Vaticano II llamó los signos de los tiempo.
Hoy, estos signos, claman al cielo, como la sangre derramada por Caín, y nos interpelan: ¿Dónde está tu hermano? ¿Qué has hecho? «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40). Lo que hagamos a los demás tiene una dimensión trascendente: «Con la medida con que midáis, se os medirá» (Mt 7,2).
Tenemos la libertad de elegir. Responder a nuestra vocación de fraternidad, manteniendo así el vínculo de reciprocidad y de comunión, o traicionarla, dejando paso al egoísmo y a la indiferencia en nuestra vida.
Pero resulta difícil mirar hacia otro lado. No podemos vivir ajenos al drama de los cerca de 6 millones de personas que no tienen trabajo, a los eres o a los cierres de cientos de empresas, a los jóvenes excluidos del mercado de trabajo y con horizonte incierto, al 1.770.000 familias con todos sus miembros en paro y que no llegan a fin de mes con escasas posibilidades de procurar alimento y bienestar básico a sus hijos.
Es imposible no sentir, no escuchar, no querer ver. La respuesta de Caín, « ¿soy acaso guardián de mi hermano?» (Gen 4,), se convierte hoy en una pregunta homicida que tiene que interpelarnos porque nos hace cómplices. Nuestra dignidad humana no nos permite ocuparnos sólo de lo nuestro, ni dejarnos indiferentes ante el derroche de los poderosos y el hambre de los pobres. Hoy también, miles de años después, el dolor del pueblo de Dios, el dolor de la gran familia humana llega a nosotros como a Moisés: «Ve, pues yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo de Egipto».
Ha llegado el momento de conmovernos y movernos, de salir de nuestra tierra, nuestra casa, a otra tierra de paz y prosperidad, y a otra casa que sea hogar de comunión, pero para llegar allí antes deberemos cargar los unos con los otros, acompañarnos y acogernos, y estar dispuestos a transitar caminos y lenguajes nuevos de justicia, austeridad, de trabajo y bienestar para todos, más allá de nuestros intereses personales e individuales.
Soy guardián de mi hermano, soy guardián de sus derechos, de los nuestros, de los que nos hacen persona. Sin los derechos humanos no podemos abrir la puerta de un orden civil acorde a la dignidad humana. Todos, somos guardianes de la verdad, de la libertad, de la justicia, del amor.
Todos somos convocados por Dios a vivir la fraternidad, la mesa compartida, construyendo y rehabilitando la vida desde una nueva forma de relación con el otro.
Porque el ejercicio universal de la dignidad humana es posible (V. Renes), estamos llamados a vivir con una mirada alternativa, creadora, que es capaz de hacer posible lo imposible.