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10 de noviembre de 2007

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Como cada año, celebramos el día de la Iglesia Diocesana. Este año tenemos motivos para hacer una reflexión especial sobre la situación de nuestras comunidades cristianas y sobre lo que cada uno de nosotros hacemos o podemos hacer en nuestra comunidad concreta. Estar bautizados nos permite y nos obliga a sentirnos responsables de la vida de nuestra iglesia. Como dice el apóstol Pablo: «Saber dar razón, de nuestra fe y de nuestra esperanza».

Es preocupante que, según un estudio realizado recientemente, exista un desconocimiento generalizado de la actividad de la Iglesia, de sus necesidades económicas y del cambio producido en el sistema de financiación. Hacemos cosas, sí, y muchas más podríamos hacer por la fuerza del Evangelio. Pero también es verdad que no sabemos «vender», es decir, dar a conocer nuestro trabajo.

La Iglesia, concretada en cada una de nuestras parroquias, está presente en todos los acontecimientos de nuestra vida; momentos felices: nacimiento, matrimonio, confirmación, etc. o momentos dolorosos: enfermedad, muerte. La Iglesia ayuda a los más necesitados de nuestra sociedad, pensemos en toda la labor que desarrolla Cáritas u otros grupos de Iglesia, por ejemplo: con transeúntes, inmigrantes, enfermos crónicos y de sida, familias rotas… etc.

La Iglesia aporta a la sociedad valores permanentes que nos ayudan a crecer como personas y mejoran la convivencia: fe y costumbres, defensa de los derechos humanos, solidaridad, perdón, esfuerzo. Podemos recordar también todo lo que ha hecho y hace la Iglesia en el mundo de la enseñanza.

Es evidente que recordar esta vida que la Iglesia ofrece a la sociedad obliga a pensar en las personas que hacen todo ese trabajo.

Con motivo del Día de la Iglesia Diocesana podemos y debemos preguntarnos ¿cómo continuar haciendo presente a la Iglesia en la sociedad?, ¿cómo mantener la actividad de tantos hombres y mujeres que trabajan en nombre de su fe, y por tanto de la Iglesia? Dicho más claramente, ¿cómo se va a mantener económicamente la Iglesia si a partir de ahora el Estado no le entrega absolutamente nada?

A partir de ahora, el sostenimiento de la Iglesia dependerá única y exclusivamente de los católicos y de quienes valoren la labor que desarrolla. Todo va a depender de nosotros. A partir de este momento las únicas fuentes de financiación de la Iglesia serán las aportaciones y donaciones que realicen los fieles y el 0,7% de la cuota íntegra de los contribuyentes que marquen en su declaración del lRPF la casilla correspondiente.

Esta nueva situación tiene sus ventajas pero también implica un mayor grado de responsabilidad. Es el momento de participar más activamente en el día a día de nuestra Iglesia. ¿Cómo? No sólo apoyando la labor y las actividades de cada parroquia, diócesis, etc. sino también demostrando nuestra corresponsabilidad económica, por ejemplo con suscripciones periódicas.

Según los datos de la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas correspondiente al mes, de julio pasado, el 79,6% de los españoles nos declaramos católicos. Somos muchos. Este es un buen momento para demostrarlo.

Por último, el sostenimiento de la Iglesia debe ser para todos nosotros el resultado del agradecimiento al Señor por lo que, gratuitamente, hemos recibido de Él. La palabra «limosna», tan desprestigiada, lleva consigo este significado: la forma de agradecer a Dios los favores recibidos con, la propia vida. Desde los comienzos de la Iglesia las limosnas de los fieles han servido para mantener a las personas e instituciones con medios suficientes, pues ia presencia de la Iglesia es garantía de que los pobres sean atendidos siempre. Más aún, la Iglesia ofrecerá siempre a todos algo que necesitamos todavía más que el dinero: ser tratados con cariño, ser reconocidos como personas en cualquier circunstancia, en la vida y en la muerte; porque la Iglesia nos ofrece el amor de Dios.