2 de abril de 2017
|
127
Visitas: 127
[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]S[/fusion_dropcap]eguro que en estos dos años de Misión Diocesana acudiremos más de una vez al testimonio del misionero por excelencia en los primeros años de la Iglesia: San Pablo. Su especial ardor, su incansable predicación, esa tenacidad a la hora de estar presente en ambientes paganos y el indudable amor a sus comunidades serán siempre un referente privilegiado para la Iglesia. Gracias a sus propias cartas y al testimonio del libro de los Hechos de los Apóstoles podemos acercarnos a la entraña de su actividad misionera.
En ellos resalta la impresionante versatilidad del Apóstol a la hora de plantear sus estrategias. En efecto, Pablo, al contrario de lo que cabría deducir de su fuerte carácter, no fue un hombre monolítico, de respuestas prefabricadas y aplicadas a todos por igual, sino que logró mostrar el rostro salvador de Cristo adaptándolo a su auditorio. Sus escritos y discursos están dirigidos a cristianos de muy diversas circunstancias. Unos provenientes del paganismo; otros del judaísmo. En ocasiones habló a creyentes muy firmes y ejemplares en su fe; pero otras se dirigió a cristianos dubitativos y con nostalgias de lo antiguo. Escribió a comunidades que gozaban de paz y estabilidad; también a otras en las que las guerras internas o las persecuciones de las autoridades civiles amenazaban el cristianismo naciente.
Entre esos contrastes, sorprende particularmente la enorme distancia entre el Pablo que predica a los paganos y el que se dirige a sus propias comunidades. Encontramos dos ejemplos muy significativos de ambas posturas: por un lado el discurso en el Areópago de Atenas (Hch 17, 16-33), dirigido a paganos que adoraban varios dioses, y en el otro extremo las amonestaciones que hace el Apóstol a su comunidad de Corinto (1 y 2 Cor). Atenas y Corinto pueden ser la doble imagen de un discurso eclesial que debe saber dirigirse hacia fuera y hacia dentro, que tiene que construir un diálogo con la cultura ajena al cristianismo y que para ello ha de saber diferenciar su manera de hablar.
En la conciencia de Pablo, el Dios único que ha actuado en Jesucristo es la única salvación posible para el ser humano. Desde esta convicción amonesta y condena sin paliativos la relajación moral de los corintios, sus divisiones, su altanería, etc. Pero a la vez, esa misma fe le lleva a comenzar su discurso en Atenas tendiendo la mano, valorando la religiosidad de su auditorio: “Atenienses, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad” (Hch 17, 22b). Pablo ha sabido meterse de lleno, atravesar, contemplar las estatuas de los dioses griegos -que le provocarían poco menos que repugnancia- antes de empezar a hablar. El apóstol de los gentiles es consciente de que necesita una pedagogía, un camino, un recorrido que no siempre va en esa línea recta y sin contemplaciones que utiliza para los corintios. Para mostrar la salvación de Cristo, la única posible, es consciente de que los atenienses requieren un proceso paciente en el que no puede exigir desde el primer momento la confesión que exige para los creyentes de sus comunidades. Ese camino necesita un punto de partida aceptable por su auditorio, un lugar de encuentro y de diálogo, de escucha y de propuesta. Estamos ante la pedagogía del auténtico misionero, lo que lo diferencia de ese integrista religioso, tan peligroso como estéril de cara a la evangelización.
En una genialidad sin precedentes Pablo va a encontrar ese punto de encuentro: el monumento al Dios desconocido, “aquel que adoráis sin conocer” (Hch 17, 23). Desde ese cruce de caminos elabora todo su discurso en el que invita a profundizar sobre lo divino y su relación con el hombre. No viene de más caer en la cuenta que bajo ningún concepto aceptaría Pablo que un cristiano de Corinto o de cualquiera de sus comunidades adorase a Dios en un altar pagano, ni siquiera en el del “Dios desconocido”. ¿Supone ello una contradicción o una estrategia mentirosa por parte de Pablo? Ni mucho menos. Son propuestas diferenciadas que brotan de una misma fe, pero que invitan a la conversión teniendo en cuenta a quién van dirigidas.
Si la Iglesia quiere ser misionera, y la nuestra ciertamente se la ha propuesto como objetivo de estos dos años, no le queda otro camino que aprender de Pablo a construir lenguajes y actitudes capaces de llegar al mundo ajeno a nuestra fe. Eso supone, como bien sabía el Apóstol, conocer y valorar profundamente muchos elementos de nuestra cultura ante los que demasiadas veces nos salen palabras de condena. Nos toca sondear puntos de encuentro, de diálogo, de colaboración y profundización que hasta ahora nos han podido parecer inaceptables. Y en esos cruces de caminos, en esos “dioses desconocidos” que tienen hombres y mujeres ajenos a nuestra fe, hacer dos cosas. La primera, escuchar con hondura y humildad. Y sólo así, poder hacer la segunda: exponer nuestra fe con valentía.
Desde luego, siempre será más cómodo hablar como hemos hablado siempre y lanzar ese discurso a los cuatro vientos. Pero eso no es misión. La misión supone el riesgo de adentrarnos en lo desconocido y hablar con un lenguaje y con unas propuestas coherentes en ese terreno. ¿Seremos tan valientes como Pablo para hacerlo?
Antonio Carrascosa