4 de diciembre de 2016

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l hecho religioso en nuestra sociedad es el que es. Nos gustaría que fuera distinto y muchas de nuestros esfuerzos van encaminados a esa dirección, pero independientemente de nuestros deseos y de nuestras tareas hemos de conocer la realidad que tenemos delante.

Hace más de medio siglo algunos auguraban un futuro incierto para la religión en España. Lo que en aquel tiempo era caracterizado como un menosprecio de lo religioso, llevaba a pensar que en la actualidad la realidad sería todavía peor y que lo normal, cincuenta años después, hubiera sido que el hecho religioso probablemente estaría erradicado de nuestra sociedad.

Pero va y resulta que no. El hecho, más o menos objetivo, es que la religión no ha desaparecido del paisaje español. Ha cambiado, se ha metamorfoseado, pero no ha desaparecido. Los datos que nos ofrecen las siempre discutibles encuestas nos revelan una noticia buena y otra mala. La noticia buena es que este año el 70% de los españoles nos consideramos católicos. La mala es que de ese 70%, el 60% afirma que no va a misa nunca. Dependiendo de la perspectiva que utilicemos, así valoramos.

Efectivamente, prácticamente ninguna sensibilidad pública concierta tanta adscripción religiosa como el cristianismo. También es verdad que se trata de un cristianismo vivido como cada uno considera, por eso los cánones institucionales de expresión de la fe no son transitados como correspondería a una cifra de pertenencia tan alta. Esto, ¿es bueno o es malo? No corresponde a este artículo responder a esta pregunta. Esto es “lo que hay”. Una misión evangelizadora que no tuviera en cuenta este dato ignoraría el escenario real en el que hemos de hacer el anuncio de nuestra fe.

Damos por hecho que existe un cristianismo que podríamos denominar coherente, que expresa una buena salud en las cosas de creer y que presta un servicio muy meritorio a la causa de la Iglesia. Pero hemos de reconocer que este cristianismo coherente es minoritario. Por ejemplo, en torno al 10% de la población española asiste con respetable periodicidad a la Eucaristía, pero la mitad de ese porcentaje corresponde a personas que rondan los 60 años en adelante. Resaltamos el hecho de la asistencia a los cultos porque es relativamente fácil de medir. Cosa distinta sería, además, medir el contenido de nuestras creencias.

Con este paisaje, es importante determinar cuáles son los principales destinarios de nuestra misión diocesana, o dicho con otras palabras, ¿al encuentro de quién vamos a ir? Creemos que esta es una reflexión imprescindible si queremos un anuncio de verdad misionero. Tal anuncio, por otra parte, más que juzgar la religiosidad que hay, tendría que valorar desde la sensibilidad que se puede partir. En este sentido considero que hay tres características de la religiosidad de nuestro tiempo que habría que tener en cuenta.

CARACTERÍSTICAS DE LA RELIGIOSIDAD

En primer lugar, es una religiosidad que expresa y requiere libertad, pluralidad, y adaptabilidad. En sí mismo esto no es bueno ni malo. Encauzado bien nos puede dirigir a una envidiable personalización de la fe, aunque también conlleva el riesgo de un creencia líquida preocupante, lo que ya con cierta tradición venimos llamando una religiosidad a la carta.

En segundo lugar, es una religiosidad que se arraiga en la necesidad que tiene el ser humano de sentirse arropado, en lo que la vida tiene de incertidumbre. En sí mismo, esto tampoco es bueno o malo. Bien digerido puede expresar la necesidad de comunidad que la condición humana tiene más allá del individualismo que, en ocasiones, nos asfixia. Aunque efectivamente, tiene el riesgo de cerrazón y sectarismo, introduciendo el hecho religioso en un intimismo que en nada o en muy poco incida en la humanización de la sociedad. Es lo que, con cierto rigor, llamamos una religiosidad emocional.

En tercer lugar, se trata de una religiosidad a la que se le encarga una función social controlada, reconociéndole, por tanto, un lugar en nuestra sociedad siempre que se mantenga en los tiempos y espacios a tal efecto destinados (el entierro, el bautizo, la boda, la primera comunión, la procesión, la peregrinación patronal, el turismo religioso…). En este sentido, no es malo disponer de un tiempo y un espacio propio, aunque no privativo, pero también es verdad que tiene el riesgo de serle reconocida a la religión una validez moral y existencial más allá de esos límites. Es lo que se conoce también como religiosidad vicaria, encapsulada o express. La religión en tiempos de misión era el título de este breve comentario. Quizás, podríamos haberlo titulado La misión a partir de esta religión, porque la Palabra pronunciada debe poder ser reconocida y escuchada. Lo contrario es convertirla en el eco perdido de un Anuncio bienintencionado.