Pablo Bermejo
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16 de mayo de 2009
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]stos días, aprovechando el buen tiempo, he quedado varias veces con mis amigos para tomar unas cañas al sol. Parece que el espíritu se alegra con tanta luz y tanta gente sentados y riendo en las terrazas.
Uno de estos días, estaba sentado en la mesa de una terraza con un amigo que tiene novia desde hace bastantes años y, en uno de esos cómodos silencios que sólo la amistad sincera ofrece, mi amigo exclamó: “¡Qué día más bueno! Con este tiempo dan ganas de enamorarse…”. Primero me hizo gracia, y luego me acordé que tenía novia; así que le pregunté qué quería decir.
La conversación que tuvimos a continuación trata, curiosamente, del tema más concurrido en mi grupo de amigos en los últimos años. A partir de los 23 ó 24 añadimos a nuestras discusiones el eterno dilema: “¿El amor puede ser para siempre?” y, como consecuencia, “¿El matrimonio es una decisión correcta?” Nosotros sólo podemos opinar desde nuestra perspectiva veinte-añera, aunque sí podemos apoyar nuestros argumentos en lo que hemos visto en nuestras familias.
A lo largo de la conversación los dos admitimos que el enamoramiento puede llegar a ser “la locura más dulce”. Además, también estuvimos de acuerdo en que pasada cierta cantidad de años, esta “locura” desaparece y es cuando nuestras opiniones se bifurcaron. Él opina que es imposible comprometerse con alguien; de hecho, es incapaz aunque esté enamorado de su novia. Tengo varios amigos que ni siquiera en el mejor punto de su relación son capaces de soñar con un futuro con su novia porque el miedo (esto es sólo mi opinión) les bloquea como a un niño el miedo le bloquea al leer en público o como a un licenciado le impide dejar su ciudad por un trabajo mejor.
Mi punto de vista es que el enamoramiento no tiene por qué acabar completamente: es cierto que no llego a los 5 años con mi novia, pero cada día la quiero más. Puesto que “la locura” sí acaba, veo ese fin como el momento de sacar del horno lo que se ha estado cocinando durante tantos años; es el momento de abrir el regalo a ver qué hay dentro. Si la relación ha ido creciendo sobre unos pilares certeros (los cuáles no me atrevo a identificar), el resultado es un estado mejor al enamoramiento pasajero.
Aparece un amor que sí puede ser para siempre, y que como consecuencia sí hace posible el matrimonio. Creando posteriormente una familia, nuestro amor además necesita ser una vocación para resistir la erosión de los problemas y el tiempo. Por eso, pienso que la cuestión no está en si es posible o no, sino en la valentía y vocación de amar que cada uno de nosotros tenga dentro de sí. Y ello no debe ser un factor de crítica para decir que unos son mejores o más o menos maduros que otros; simplemente hay que dejar que cada uno siga su vocación en la vida y no intentar convencerle de lo contrario.
Esta vocación de darle amor a la persona amada, no tiene nada que ver con la sensación instintiva del enamoramiento; y aún menos en primavera, donde parece que hasta las flores quieren enamorarse esparciendo el polen a merced del viento, lo cual no responde más que a un reflejo evolutivo.
Seguramente en los años venideros seguiremos discutiendo a este respecto. Pero como discutir cada vez me cansa más, creo que simplemente me dedicaré a hablar de mi vocación de amar a mi futura esposa, y nuestros hijos, y dejaré que me hablen de lo que ellos piensan sin entrometerme en sus ideales.
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