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31 de julio de 2010
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Las lecturas de la Palabra de Dios de este domingo nos han podido caer – si ya las hemos leído u oído- como un chaparrón. Pueden, incluso, hacernos pensar que la biblia, que la Iglesia, que el cristianismo desprecian al mundo y todo lo que en este mundo hace feliz a mucha gente.
Si echamos una mirada rápida, encontramos: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad…” dice la primera lectura. En la segunda lectura, San Pablo nos invita a aspirar “a los bienes de arriba, no a los de la tierra…”. Y por último, en el Evangelio, Jesús nos dice que “no acumulemos bienes terrenales”. Y lo hace mediante una parábola que nos ha podido dejar un poco preocupados.
Pero si leemos o escuchamos con atención las lecturas, veremos cómo la conclusión que podemos sacar es otra bien distinta: Se nos invita a “no poner nuestro corazón en los bienes materiales”.
Y esto, ¿por qué? … Y así, como para empezar, se nos dice: Porque hay dos modos de vivir y de estar en el mundo. Está el modo de vivir del “hombre viejo” y está el modo de vivir “propio del hombre nuevo” (Segunda lectura). Todos conocemos a aquellos que buscan ansiosamente “las cosas de la tierra” y otros que buscan y desean “las cosas del cielo”. Aquellos que cifran toda su vida y todos sus esfuerzos “en tener y atesorar riquezas para sí”, y otras personas cuya vida está fundamentada en “ser para Dios y para los demás” y su mayor riqueza es “amar y caminar en presencia del Señor” (Evangelio).
El autor de la primera lectura, del libro del Eclesiastés, parece un hombre escéptico. ¿Qué saca el ser humano de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan todos los días bajo el sol? Además, a primera vista, puede parecer egoísta: “Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto y tiene luego que dejarlo en herencia a alguien que no ha trabajado”. Parece como que no valora el trabajo, y que sería mejor “no dar golpe”.
Si a esto unimos lo que se dice en el Evangelio, en el que Jesús se pone a descalificar a ese hombre de la parábola que, por ser tan trabajador, había acumulado bienes para toda su vida, uno se pregunta: ¿merece la pena trabajar y esforzarse?
El autor de la primera lectura toca el tema de la fugacidad de la vida y la melancolía que produce. Y la gente de nuestro mundo dice que “acumular dinero y riquezas será estéril en términos de vida eterna”… pero es satisfactorio. El dinero no da la felicidad, pero evita muchas infelicidades; da muchas satisfacciones, más o menos profundas. Así, «vanidad de vanidades» es algo evidente en sí, pero es agradable. Y no podemos olvidar que todo el AT. pone como modelo de felicidad, y de bendición de Dios, abundancia de bienes, muchos hijos, larga vida, feliz ancianidad…
La revolución de Jesús no puede entenderse, por tanto, más que superando este planteamiento.
¡Con qué estupenda frase termina el evangelio de hoy! «Ser rico ante Dios». Nos invita, sin duda, a una inversión de valores en nuestra manera de considerar a las personas y a nosotros mismos. En nuestro mundo admiramos y respetamos la salud, la juventud, la fama, el dinero, el poder, la popularidad. Las revistas y los programas de radio o tele que se dedican a la vida social se hartan de exhibir estos ídolos. El empresario triunfador, el cantante del momento, el artista de cine, el personaje popular sin más… tantos y tantos y tantos, que encarnan al «rico ente el mundo». ¿Quiénes son «ricos ante Dios»? ¿Con qué ojos mira Dios a todos esos «ricos»? Sin duda, y hablando a “la manera humana”, diríamos que con una enorme compasión, como se mira a un hijo “con pocas luces”; con una enorme preocupación, como se mira al hijo “atolondrado de incierto futuro”; con una enorme angustia, como se mira al hijo “cruel que produce daños irreparables a los demás”.
Y es que, la vida es mucho más que una progresiva acumulación de dinero, propiedades, conocimientos y placeres. La búsqueda incesante de seguridades sólo lleva a vivir en un estado de agitación y de angustia existencial. El esfuerzo que es necesario realizar para alcanzar lo que la sociedad nos propone como ideales de vida, generalmente no es proporcional a las satisfacciones. La dinámica de vivir tras las riquezas, el poder y el prestigio, termina por convertir la existencia de los seres humanos en una interminable preocupación que nunca se resuelve. La liturgia de este día nos propone una distinción: las riquezas de la tierra y las riquezas del espíritu.
Las riquezas de este mundo están destinadas a la caducidad (pasan y se acaban), pero el que hace la voluntad del Señor permanece para siempre.
Por eso, Jesús nos dirá: Amontonad tesoros en el cielo. Donde está tu tesoro, está tu corazón. Que dicho de otra manera, podría formularse así: a los ricos de este mundo, recomiéndales que no sean orgullosos, ni egoístas, ni pongan su confianza en sus riquezas, sino en Dios y Dios será quien les hará disfrutar con lo que tienen, pero, sobre todo, Dios será quien les hará disfrutar “con un gozo muy grande” de una dinámica distinta: la de hacer partícipes a los demás, de todo lo que son y de todo lo que tienen. Tendríamos que decir, de todo lo que somos y de todo lo que tenemos, pues todos tenemos mucho que compartir.
“Dar y darnos”, esta es la consigna que nos ayuda a cumplir la voluntad de Dios. Y quien ha descubierto esto, es decir, quien ha descubierto a Dios –y a los demás- en su vida, ese sí que es auténticamente rico, con la única riqueza que merece la pena acumular.
José Luis Miranda Alonso
Párroco de La Asunción