21 de febrero de 2010
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«LA JUSTICIA DE DIOS SE HA MANIFESTADO POR LA FE EN JESUCRISTO»
[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l Papa Benedicto XVI nos propone en su mensaje para esta Cuaresma unas reflexiones sobre el tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: “La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo”, con el deseo de que este tiempo penitencial y de revisión de nuestra vida sea de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia.
En el lenguaje común, la palabra “justicia” implica “dar a cada uno lo suyo” –“dare cuique suum”–, según la famosa expresión de Ulpiano, jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta definición no aclara en realidad en qué consiste “lo suyo” que hay que asegurar a cada uno.
Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita el amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Observa San Agustín: si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo… no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios”.
La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas, tiene su origen en el corazón humano. El hombre, abierto por naturaleza al flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo.
Para entrar en la justicia es necesario una liberación del corazón que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar.
En la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en Dios que “levanta del polvo al desvalido” y la justicia para con el prójimo. Lo expresa la palabra “sedaqab”. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley de Moisés, en el Monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en “escuchar el clamor” de su pueblo y “ha bajado para liberarle de la mano de los egipcios”. Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre, el forastero, el esclavo.
El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el apóstol San Pablo en la Carta a los Romanos: “Ahora independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado… por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de la gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia”..
El hecho de que la “propiciación” tenga lugar en la sangre de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo.
Aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre no se puede rebelar. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.
Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor, la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar. Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.