5270

5270

14 de octubre de 2007

|

86

Visitas: 86

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]P[/fusion_dropcap]ara muchos oír hablar hoy de mundo obrero suena a palabras de otra época que para nada tienen que ver con la sociedad actual, tan avanzada social, cultural, económica y tecnológicamente.

Muchos piensan que hemos alcanzado cotas muy altas de bienestar. Tenemos derecho a la educación, acceso a la cultura, a un servicio sanitario, a una vivienda, a un empleo, también a expresar nuestra opinión libremente, a organizamos, a sindicatos, a afiliamos al partido que queramos, a residir donde más nos guste,… En definitiva, no hay impedimentos legales ni sociales que nos restrinjan ni nos imposibiliten desarrollamos como personas y ciudadanos.

También pensar que cualquier persona puede acceder al consumo de cualquier producto sea o no de primera necesidad. Vivimos en la era de las nuevas tecnologías, de la digitalización, de la informatización (móviles de última generación, internet, etc.), de la comunicación, de la globalización, con la cual en cuestión de segundos podemos tener información de lo que pasa en cualquier parte del mundo, enviarla e incluso desplazamos con facilidad a ese lugar.

Es verdad que nuestra sociedad actual nada tiene que ver con aquella de la revolución industrial, ni siquiera con la de hace 60 años. Tanto ha evolucionado y tan rápido que hemos asimilado muchos de los cambios producidos con total naturalidad e incluso con gran entusiasmo.

Pero entonces, ¿sigue existiendo el mundo obrero? Nosotros decimos que sí, por la sencilla razón de que no hay que indagar en los registros; simplemente dándose un paseo por la ciudad y observar el crecimiento de las obras en construcción con las grúas dando vueltas, esas máquinas que abren el foso para preparar los cimientos del edificio, y que luego el foso queda para plaza de garaje; ahí está el mundo obrero.

Cuando arreglan alguna calle y tienen que abrir zanjas, el ruido de los compresores, el polvo, después vienen los trabajadores del asfalto con esas grandes máquinas tan ruidosas, el humo que despiden y el olor del alquitrán tan molesto. No hace falta esforzarse mucho para ver, pues salta a la vista.

Cuando sale en los medios de comunicación la noticia de algún accidente mortal, también ahí está el mundo obrero. El mundo obrero o mundo del trabajo es muy amplio con sus tres sectores: el primario, el secundario y el terciario, que son como eslabones de la misma cadena que si uno falla se complica el funcionamiento de la sociedad.

Pensemos, por ejemplo, si los barrederos no recogiesen la basura, si el personal sanitario no atendiese el dolor o las enfermedades de todas las clases, si el profesorado no se preocupara por la preparación cultural de los ciudadanos, si los agricultores y ganaderos no sembraran o no criasen, ¿de qué nos alimentaríamos?, si los transportistas dijesen que no, ¿cómo se abastecerían los mercados? Así un sin fin de eslabones que componen la cadena humana del mundo obrero.

Un dato interesante a destacar es que, según datos del Ministerio de Industria y Trabajo, en 2006 eran los ocupados 19,4 millones, sin tener en cuenta el paro o los que estaban de baja. La mayoría de los trabajadores y trabajadoras son asalariados, y sus vidas y las de sus familias dependen de un trabajo. También aún hoy un gran número de personas que trabaja para vivir lo hace en condiciones tales que su dignidad como persona y su trabajo son negados. Por lo tanto, ellas mismas son consideradas como una mercancía, un producto más, y no como un proceso de creación que cada uno realiza en pro de la construcción de una sociedad mejor y como elemento necesario para su propio desarrollo humano.

Su rostro, el del mundo obrero, puede parecer distinto al de otras épocas, su fragmentación es mayor, pero las formas de explotación siguen siendo incluso mayores porque afectan no solo a las condiciones de trabajo, sino a las condiciones y formas de vida de los trabajadores y sus familias.

«El trabajo hay que medirlo con el metro de la dignidad de la persona que lo realiza», dice Juan Pablo II en Laborem exercens.