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14 de junio de 2015

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La beatificación de monseñor Romero no deja indiferente a nadie. Algunos, con bastante razón se han quejado de una presentación demasiado “light” del arzobispo. Los argumentos que se exponen en esa dirección siento que son correctos, pero tal vez, aunque sólo sea por tener una valoración más completa, podríamos leer algo más entre líneas.

Ejemplo, a mi juicio el Vaticano en esta ocasión ha superado la propuesta de la iglesia institucional salvadoreña, una muestra de ello es que en el decreto que lo proclama beato al final figura “mártir por odio a la fe” y no “mártir por amor” como se proponía en un principio. Vicenzo Paglia, postulador de la causa de Romero y quién dice tras el proceso estar totalmente impresionado por la figura de “monseñor” comentaba “que el simbolismo de su muerte ha hecho de él (Romero) un testigo de aquel amor por los pobres que no conoce límites”. La homilía del cardenal Angelo Amato en la celebración tampoco tuvo desperdicio, de Romero se habló como hijo del Vaticano II y creador de comunidad añadiendo además algo hermosísimo que después escuché de otra forma en la gente “con esta celebración se lleva a cabo la misa interrumpida el día del martirio y la otra interrumpida el día del funeral”. Por muchas más cosas no era difícil entrever en sus palabras el “programa” de Francisco.

Para tener una perspectiva más amplia del evento, es necesario hacer referencia a todo el fin de semana, no solamente al momento “concreto” de la beatificación; así en la vigilia del viernes hubo mucha más espontaneidad del pueblo y tal vez más protagonismo, sus cantos, sus “vivas” a monseñor, sus pancartas, fueron expresión de ello y todo además bajo una intensa lluvia. El mero sábado, a las seis de la mañana, cuatro horas antes del inicio ya no se podía caminar por la plaza del divino Salvador del mundo, habían llegado “camionetas” de todas partes, en el lugar donde recibieron al clero, la iglesia de san Juan de la montaña, uno se confundía ante tanta nacionalidad, había gente llegada literalmente desde las antípodas, australianos, irlandeses, brasileños, etc…  Lo cual demostraba la universalidad del acontecimiento, o mejor dicho, la universalidad de Romero. Desde el vicariato apostólico de Peten habíamos llegado una representación. Allá, en una reciente reunión con comunidades de base habíamos trabajado el tema en formación, la proyección de la película Romero de 1989, el mismo año en que fueron asesinados los seis jesuitas y el documental el “último viaje de monseñor Romero” con el que mantenemos algunas relaciones estrechas pues aparece monseñor visitando unas comunidades junto a la vía del tren en compañía de una congregación que hoy en día sigue trabajando en Petén, las hermanas de La Asunción (se ha decir que una hermana de Roberto D´Aubuisson -autor intelectual del asesinato- perteneció igualmente a esta congregación) con lo cual por ahí y por otros contactos con la fundación Romero, en Petén estábamos bastante sensibilizados con el tema.

Y después de la beatificación ¿qué nos queda? Nos queda seguir trabajando por la justicia; lamentablemente, tras 35 años, no hay tantos cambios a mejor; supuestamente tanto en el Salvador como en Guatemala el conflicto armado ya ha cesado, pero en verdad los índices de violencia que asolan ambos países son insoportables, la desigualdad, la falta de inversión especialmente en las áreas rurales, la exclusión de las minorías, la falta de oportunidades para la mujer, la ausencia de futuro para los jóvenes (intenten por un momento imaginar un país con un 70% de paro) hacen que la “causa de monseñor Romero” siga más viva que nunca y que su espíritu siga revitalizando la acción pastoral de muchas comunidades. Su beatificación, en honor a la verdad, podríamos decir que ha sido un ejemplo de “sensus fidelium”, donde la sensibilidad del pueblo ha mantenido viva, frente a muchas oposiciones, la figura y el mensaje del pastor, quién supo ser en aquellos tres últimos años –semejantes al ministerio de Cristo-: voz, defensor y mártir del pueblo salvadoreño y americano.

Enrique Sáez, sacerdote de la diócesis de Albacete,
misionero en Petén, Guatemala.