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15 de diciembre de 2006

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El 27 de enero pasado, D. Francisco Cases comenzaba su ministerio episcopal al frente de la diócesis de Canarias. Desde ese momento, nuestra diócesis quedaba vacante, bajo la dirección de D. Luis Marín como Administrador diocesano, hasta entonces Vicario General. Así hemos permanecido, con los ojos y el corazón puestos, en el que había de ser nuestro nuevo pastor. Durante este tiempo, sin conocer su nombre, hemos encomendado a Dios a la persona que había de desempeñar esta misión entre nosotros.

Por fin, el 16 de octubre pasado, al rayar el mediodía, se hacía público el nombramiento que el Papa Benedicto XVI hacía de Mons. Ciriaco Benavente Mateos como nuevo Obispo de Albacete. Pronto se difundió la noticia, y los datos de su biografía fueron corriendo en las siguientes horas por toda la geografía de nuestra diócesis.

Es el quinto obispo de la Diócesis de Albacete, diócesis que fue creada Por la Bula Apostólica Inter. Praecipua, del 2 de noviembre de 1949, y que vio la luz el 3 de septiembre del año 1950, como sufragánea de la Archidiócesis de Valencia, con la llegada del primer obispo, D. Arturo Tabera y Araoz. Nuestra diócesis nació con territorios que hasta ese momento habían pertenecido a las Diócesis de Cartagena, Cuenca y Orihuela. Hubo que esperar hasta el año 1966, para que pasaran a la Diócesis de Albacete, las zonas de su provincia que todavía pertenecían a la Archidiócesis de Toledo, pasando a coincidir, desde ese momento, provincia civil y Diócesis. Desde el 30 de octubre de 1994, por Decreto de la Congregación para los Obispos de fecha 28 de julio de 1994, pertenece nuestra Diócesis a la Provincia Eclesiástica de Toledo, con lo que esta pasa a coincidir con todas las provincias de la Comunidad Autonómica de Castilla- La Mancha.

Nuestra Diócesis tiene una superficie de 14.926 km2, con una población de casi 380.000 habitantes, de los que 362.000 son católicos; cuenta con 168 sacerdotes incardinados de los que 144 son residentes en la diócesis, 32 religiosos sacerdotes, 10 religiosos no sacerdotes y 394 religiosas y miembros de Sociedades de Vida Apostólica e Institutos Seculares femeninos, así como 5 diáconos permanentes de los cuales dos están en misiones. Es la 5ª Diócesis de España en extensión, y civilmente la 9ª provincia en dimensiones. La Diócesis está dividida en 4 vicarías o zonas pastorales, Albacete, La Mancha, Levante y La Sierra, cada una de las cuales cuenta con tres arciprestazgos, sumando en total 193 parroquias

Nuestro primer Obispo, D. Arturo Tabera y Araoz, lo fue desde 1950 hasta 1968, año en que fue trasladado a la Archidiócesis de Pamplona-Tudela. Posteriormente fue llamado a Roma, donde fue creado Cardenal y nombrado Prefecto de la Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino.

Le sucedió D. Ireneo García Alonso: que recibió la ordenación episcopal en esta misma catedral el 25 de enero de 1969, y fue nuestro Pastor hasta 1980, año en que por motivos de salud tuvo que retirarse, permaneciendo desde entonces en la ciudad de Toledo, donde todavía vive, como Obispo emérito de Albacete, en compañía de su familia, y siendo para todos un ejemplo vivo de perseverancia en la dura prueba de la enfermedad, ofrecida continuamente por esta porción de la Iglesia de Dios que formamos todos. Desde aquí nuestra oración para D. Ireneo.

El 27 de junio de 1981 hizo su entrada en nuestra Diócesis D. Victorio Oliver Domingo permaneciendo como Pastor nuestro hasta 1996, año en que fue trasladado por Juan Pablo II a la Diócesis de Orihuela-Alicante, hasta su jubilación en noviembre del año pasado.

Nuestro cuarto Obispo ha sido D. Francisco Cases Andreu, que ha estado entre nosotros desde 1996 hasta el 27 de enero de 2006, día en que tomó posesión de la cátedra de Santa Ana, en la Diócesis de Canarias.

Es propio de nuestra naturaleza, expresar mediante signos visibles realidades que no pertenecen al mundo que ven nuestros ojos. Con este sentido han surgido también en la Iglesia los signos eclesiásticos. Y entre las insignias episcopales destacan el anillo, el báculo, la mitra y el pectoral. Vamos a intentar explicar el sentido de cada uno de ellos:

Es la cruz que cuelga del pecho. Recuerda la Pasión del Señor, como momento supremo de su entrega por la redención del mundo. El obispo, al portar siempre sobre sí la cruz, hace suyas las palabras de San Pablo: “Estoy crucificado con Cristo. Vivo yo, pero no soy yo, sino Cristo quien vive en mi.” (Ga 2, 19). Para vivir estas palabras, el obispo debe disponerse a “crucificar” al hombre viejo que todos llevamos en nosotros. Sus criterios, sentimientos, decisiones, etc. deben estar purificados por la cruz del Señor. También es este el sentido de la cruz que todos podemos llevar en el pecho.

Simboliza el desposorio del obispo con la Iglesia, a la cual entrega toda su vida con una fidelidad incorruptible, con paciencia incansable y sin descuidar la gracia que le ha sido conferida. El obispo es un enamorado de Cristo que debe procurar que la humanidad entera se enamore también del Señor. Para que esto sea posible, el obispo debe de seguir el consejo de San Pablo: “Los obispos deben de ser modelo para sus cristianos”. Por la plenitud del Sacramento del Orden, la vida del obispo queda consagrada a alimentar y enriquecer a su Iglesia.

Es el signo exterior de la tarea pastoral del obispo, quien en nombre de Cristo apacienta a la Iglesia de Dios. Llevando en su mano el cayado del pastor, el obispo debe de congregar el rebaño que le ha sido encomendado, conduciéndolo con actitud de servicio y distinguiéndose por su espíritu de amor y de preocupación para con todos. Al mismo tiempo el cayado del pastor sirve también como bastón firme con el que espantar a los lobos y otros enemigos del rebaño. Quien no está dispuesto a enfrentarse a los enemigos del rebaño, será incapaz de alimentar a las ovejas con buenos pastos.

Significa la “preeminencia en la santidad”. San Juan Crisóstomo dice en un texto que el rey Saúl sobresalía entre los demás por su buena estatura. Este texto fue utilizado posteriormente como metáfora para decir que el obispo debe ir por delante de los fieles, animando y dando ejemplo, en el camino de la santidad. Así como al vestir la mitra, se realza la altura entre la multitud, eso debe de ocurrir en la santidad. En el ritual de la ordenación episcopal, al imponérsele la mitra al nuevo obispo, se dice: “brille en ti el resplandor de la santidad, para que, cuando aparezca el Príncipe de los pastores, merezcas la corona de gloria que no se marchita”. La Iglesia le recuerda al obispo que la auténtica corona, no es la de los reyes, que simboliza el poder en este mundo, sino la corona de santidad. Por lo tanto, la mitra es un recuerdo de que la autoridad y la santidad han de fundirse. De hecho, en Cristo autoridad y santidad era una sola cosa. La mitra, por lo tanto, es pues un referente a que valoremos la santidad sobre todo. Es como una flecha que apunta al Cielo.

Otro signo episcopal es la cátedra, sede del Obispo que se encuentra en la Iglesia que recibe de ella su nombre, Catedral, y que representa el magisterio episcopal, su enseñanza. Recuerda el Concilio Vaticano II (LG 25): Entre los oficios principales de los Obispos se destaca la predicación del Evangelio. Porque los Obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos (…) que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida(…). Por esto, un momento central de esta ceremonia, tendrá lugar cuando el nuevo Obispo ocupe la cátedra, situada en el lugar central del Altar Mayor de esta Iglesia, que por ser Catedral, es la Iglesia propia del Obispo, lugar principal desde el que ejercerá la función de enseñar.

La Iglesia Catedral es el Templo en el que se encuentra la cátedra, o sede del Obispo, lugar principal desde el que ejerce su magisterio. Es el símbolo de la enseñanza episcopal, que tiene como misión trasmitir la doctrina de Cristo enseñada por los Apóstoles, en cuya sucesión entronca el Obispo por su pertenencia al Colegio Episcopal y por su unión con la Sede de Pedro, con el Papa.

La Catedral de Albacete tiene esta categoría desde su consagración como templo catedralicio el día 3 de septiembre de 1950, y está dedicada al Precursor del Señor, San Juan Bautista, que en este tiempo de Adviento cobra un relieve particular, pues tiene la misión de anunciar la cercanía del Salvador, instándonos a todos a allanar los caminos, buscando la conversión personal y así recibirle con más fruto. No deja de ser simbólico que sea en este templo catedralicio dedicado al Bautista donde nos preparamos para recibir a nuestro nuevo Obispo, y en él, a Cristo y a su Palabra.

La Catedral de Albacete es un templo renacentista construido a partir del S XVI sobre la antigua iglesia gótica de San Juan, y su construcción no finalizó hasta mediados del S XX, cuando se acabaron la fachada principal y la portada lateral neorrománica. Los trabajos principales de construcción se comenzaron S XVI, y fueron sus maestros de obras distintos arquitectos de gran prestigio, entre ellos Diego de Siloé en el S XVI y Díaz de Palacios en el XVII.

Tras varios siglos de lenta actividad el templo se finalizó en el S XX, presentando una mezcla de los estilos imperantes en los cuatrocientos años que duró la obra. En el interior se encuentra, en la Capilla de la Virgen de los Llanos (con columnas renacentistas de cantería y bóveda de crucería con linterna), un retablo recompuesto del maestro de Albacete, formado por cuatro grandes tablas del XVI: Resurección, Oración del Huerto, Anunciación y Nacimiento. Rodean el Camarín de la Virgen de los Llanos, Patrona de la Diócesis, las imágenes de los titulares de las parroquias que estaban erigidas en la ciudad cuando fue creada la Diócesis: La Purísima, San José, San Francisco de Asís y San Juan Bautista. En la Sacristía, con una austera techumbre, se contemplan cinco grandes grisallas murales: la Magdalena ungiendo los pies de Jesús, Predicación del Bautista, Calvario, Consigna de las Llaves y Conversión de San Pablo. Todas ellas son obras importantes manieristas anónimas de mediados del siglo XVI.