21 de enero de 2008
|
109
Visitas: 109
Desde la Delegación de Relaciones Interconfesionales de la Diócesis de Albacete proponemos este escrito, no como una meditación o una reflexión, la proponemos como uno de los pilares del ecumenismo, la Palabra de Dios para que la hagamos Vida todos y cada uno de los que nos sentimos seguidores de Jesucristo.
Este año la «Semana de oración por la unidad de los cristianos» celebra su centenario. El «Octavario de oración por la unidad de los cristianos» se celebró por vez primera del 18 al 25 de enero de 1908. Sesenta años más tarde, en 1968, la Semana de oración por los cristianos la prepararon conjuntamente la Comisión Fe y Constitución (Consejo Ecuménico de las Iglesias) y el Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos (Iglesia Católica). Desde entonces es costumbre que todos los años, cristianos católicos y de las otras Iglesias, se junten para preparar un librito de sugerencias para la celebración de la Semana de oración. La frase, elegida este año por un amplio grupo ecuménico de los Estados Unidos, está sacada de la primera carta de san Pablo a los cristianos de Tesalónica (Grecia). Era una comunidad pequeña y joven, y Pablo sentía la necesidad de que la unidad entre sus miembros fuese cada vez más sólida. Por eso les invitaba a «vivir en paz», a ser pacientes con todos, a no devolver mal por mal sino hacerse el bien unos a otros y a todos, y también a «orar sin cesar», como para subrayar que la vida de unidad en la comunidad cristiana sólo es posible mediante una vida de oración. Muchas veces Jesús oró al Padre pidiendo la unidad de los suyos: «Que todos sean uno».
¿Por qué «orar sin cesar»? Porque la oración es esencial para la persona en cuanto ser humano. Hemos sido creados a imagen de Dios, como un «tú» de Dios, con capacidad para estar en relación de comunión con Él. La relación de amistad, el diálogo espontáneo, sencillo y verdadero con Él esto es la oración es por tanto constitutivo de nuestro ser, nos permite convertirnos en personas auténticas, con la dignidad plena de hijos e hijas de Dios.
Creados como un «tú» de Dios, podemos vivir en relación constante con Él, con el corazón lleno de amor por el Espíritu Santo y con la confianza que uno tiene con su Padre, esa confianza que nos lleva a hablarle con frecuencia, a exponerle todas nuestras cosas, nuestros pensamientos, nuestros proyectos; la confianza que nos hace esperar con impaciencia el momento dedicado a la oración recortado durante el día como consecuencia de otras obligaciones laborales o familiares para ponerse en contacto profundo con Aquél que sabemos que nos ama.
Es necesario «orar sin cesar», no solamente por nuestras necesidades sino también para contribuir a la edificación del Cuerpo de Cristo y concurrir a la comunión plena y visible dentro de la Iglesia de Cristo. Este misterio podemos intuirlo un poco si pensamos en los vasos comunicantes. Cuando metemos agua en uno de ellos, el nivel del líquido sube en todos. Sucede lo mismo cuando uno reza: como la oración es una elevación del alma a Dios para adorarlo y darle gracias, análogamente cuando uno se eleva se elevan también todos los demás.
¿Cómo «orar sin cesar», sobre todo cuando nos encontramos inmersos en el torbellino de los quehaceres diarios? «Orar sin cesar» no significa multiplicar los actos de oración, sino orientar el alma y la vida hacia Dios, vivir cumpliendo su voluntad, estudiar, trabajar, sufrir, descansar e incluso morir por Él. Hasta el punto de no lograr vivir la vida de cada día sin habernos puesto de acuerdo con Él. De este modo nuestro quehacer se transforma en una acción sagrada y el día entero se convierte en oración. Nos puede servir de ayuda el ofrecerle a Dios cada una de nuestras acciones, acompañándola con un «Por ti, Jesús»; o, en las dificultades, «¿Qué importa? Amarte importa». Así lo transformaremos todo en un acto de amor. Y la oración será continua, porque el amor es continuo.