30 de septiembre de 2018
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Algo extraordinario ha pasado últimamente en mi vida, que quiero compartir abiertamente con todo el mundo, porque siento la necesidad de hacerlo, y no porque piense que así voy a ganar más clientes (con los tiempos que corren para la Iglesia y la religión, es probable que pierda más que gane) pero porque pienso que mi experiencia puede ayudar a otras personas a vivir mejor y ser más felices.
A lo largo de mi vida he sido una persona cristiana, he tenido Fe, he confiado en Dios, me he sentido Iglesia. Mi juventud la disfruté en Comunidad, en el Centro Juvenil Fiesta del Árbol, al lado de los Salesianos. Con el ejemplo de San Juan Bosco y de María Auxiliadora procuraba ser sal para aquellos que lo necesitaban. Era una joven comprometida con los demás. Y era feliz. Aunque estaba más centrada en hacer cosas que en comprender por qué las hacía. En comprender por qué un sábado a la semana prefería pasarlo jugando con niños en situación de riesgo que con mis amigas en la zona. Por qué prefería pasar toda la Semana Santa encerrada en la Parroquia de San Pablo, conviviendo con mis amigos del Centro Juvenil y asistiendo a los Santos Oficios. Por qué iba a misa los domingos, por qué hacía oración. Quizás era una cristiana comprometida de forma inconsciente.
Por circunstancias de la vida, por motivos variados, me fui apartando de ese camino de Fe, hasta que prácticamente la perdí del todo. Me dejé llevar por las modas, por las ofertas de felicidad instantánea que ofrece el mundo. El Yoismo llevado al extremo máximo. Yo, yo y ya, ya. Pensaba que era feliz sólo con ser “buena persona” o intentando serlo, haciendo deporte, practicando Yoga, tratando de satisfacer mis necesidades básicas y las de mi familia, ayudando a los demás si podía y me venía bien, y poco más. Tratando de ejercer mi profesión con honestidad y empatía. Y aunque aparentemente pudiera parecer a los demás que era feliz, incluso yo lo creía, algo en mi interior me hacía saber que no estaba completamente plena. Por eso buscaba y buscaba nuevas actividades, nuevos retos…Me equivoqué con mis decisiones, herí a gente que quería, fui egoísta… pero no me daba cuenta de que así era.
Una amiga que me conoce bien, había hecho un cursillo de cristiandad y era consciente de que vivir la experiencia me podría ayudar a encontrar eso que buscaba y no encontraba. Sin presionarme, sin agobiarme, porque de nada sirve forzar algo para lo que no estás preparado, simplemente me trasladó su experiencia y me dijo: – Rosa, yo no te voy a forzar ni a agobiar. Si tú quieres lo haces y si no, no pasa nada, yo te voy a querer igual.
Hace un mes no imaginaba siquiera que iba a participar en el cursillo de cristiandad número 18 de Albacete. Le decía a mi amiga que a mí no se me había perdido nada en un cursillo de esos de curas, de beatos, de aburridos. De Iglesia. Que la Iglesia era un aburrimiento. Ir a misa un suplicio. Salvo contadas ocasiones había ido por gusto a una misa. Y el sermón me parecía un tostón. Que los curas estaban alejados del mundo. Que no tenían ni idea de lo que pasaba a su alrededor. Que tenían la mirada puesta en el cielo y no veían lo que tenían en la tierra… Que confesarme con un cura sería lo último que haría, y rezar, hacía años que no rezaba. Que yo me lo pasaba mejor en un torneo de pádel benéfico, que me aportaba más satisfacción que ir a un rollazo de esos… ¡Y qué equivocada estaba!
¿Cómo fue que me decidí a hacer el cursillo?
Pues unos quince o veinte días antes del inicio del cursillo 18, por casualidad, caí en la Iglesia de las Angustias y los Filipenses. Precisamente el Día llamado “de la Divina Misericordia”. El Papa Juan Pablo II había canonizado a Santa Faustina Kowalska y promulgado una nueva y solemne fiesta en el calendario cristiano: el domingo de la Divina Misericordia, justo después del Domingo de Pascua. Como regalo, el Santo Padre adjuntó la indulgencia plenaria, de culpa y pena. Es un volver a empezar, para entendernos, un nuevo bautismo (esto lo sé ahora porque me he informado, pero no tenía ni idea de todo esto, de hecho esta última Semana Santa no había pisado una Iglesia, ni por los alrededores, no fuera y se me pegara algo). Yo necesitaba reconciliarme con Dios y con la Iglesia, pero todavía no lo sabía. Pensé que estaba muy cómoda y muy bien así. Pero no sé muy bien porqué participé en la misa y sin darme cuenta se me removieron por dentro antiguos sentimientos. Recordé la emoción que yo sentía, en mi juventud, cuando estaba comprometida con los demás. Mientras escuchaba al coro cantar, veía esa Iglesia, tan austera, tan llena de gente, me acordé de lo feliz que me sentía entonces cuando era una simple estudiante de derecho y lo vacía que me sentía ahora pese a tener prácticamente todo lo que se supone que se necesita. Y al llegar a mi casa, dejándome llevar por un impulso, llamé a mi amiga y le dije, tráeme la ficha que voy a hacer el cursillo.
La alegría que sentí en mi amiga me hizo comprender que no debía ser malo. Sé que me quiere y no me recomendaría nada que no me hiciera bien. Aun así el viernes 27 de abril de 2018 entré por la puerta de la Casa de Ejercicios, con recelos, pensando que ya veríamos a ver dónde me estaba metiendo por culpa de “la” Mariado. Que seguro que era un tostonazo. Con gente Santa “meapilas”, de esas como las del chiste, que son tan buenas que al morirse, van tan lanzadas para el cielo que San Pedro les grita: “¡Di coño que te pasas!”. Sin embargo no fue así, el cursillo dura tres días, y al terminar el segundo, yo ya sabía que había hecho una de las mejores elecciones de mi vida. Que ya nunca iba a ser como antes. Mi vida iba a ser muchísimo mejor y la de los que me rodean también. Y que de “santos y meapilas” allí, nada de nada, gente muy normalica, de carne y hueso, como tú y como yo, que llegábamos con una mochila llena de cosas que me nos hacían infelices y que teníamos que soltar para poder continuar hacia delante.
Es muy difícil de explicar, es mejor vivir la experiencia. Pero para que la gente joven de hoy en día pueda entenderlo, y los que no son tan jóvenes, pero piensan que estoy alienada y que me han lavado el cerebro, lo podría definir como (salvando las diferencias) un Gran Hermano cristiano de tres días, donde vives ratos de todos, donde ríes, lloras, te emocionas, donde descubres aquello que de verdad te identifica a ti como persona y te hace ser feliz y libre de verdad. No hace falta ser creyente para hacer el cursillo, a mí me encantaría que alguno de mis amigos ateos o agnósticos lo hicieran. Porque peor que entran no van a salir. A todo el mundo le haría bien. Pero bueno, no lo sé. Yo ya tengo una lista gigante de personas a las que pienso que les vendría genial hacer el cursillo y voy a rezar por ellas para que lo hagan alguna vez en su vida.
Lo que me ha quedado claro es que las cosas no pasan por casualidad. Que mi amiga no me invitó por casualidad al cursillo 18, que yo no llegué a las Angustias y Filipenses de casualidad, que no era el día de la Divina Misericordia por casualidad, que no conocí a las personas que conocí en el “Gran Hermano cristiano” por casualidad. Ahora me siento llena y feliz, estoy en disposición de poder ofrecer a los demás la mejor versión de mí misma. Como ya he dicho las cosas no pasan por casualidad, y aquí estamos, tú leyendo y yo escribiendo. Y como dice el refrán, “a buen entendedor pocas palabras bastan”.