23 de marzo de 2008
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«Éste es el día en que actuó el Señor, ¡Aleluya!». Este es el día que no acabará nunca, el «tercer día», es decir, el día de la plenitud. La luz de Cristo, que vive ya para siempre, ha triunfado sobre la duda y la noche. Ha estallado la aurora de la nueva creación.
Proclamar que el crucificado ha resucitado es anunciar que donde los hombres ponemos oscuridad y muerte Dios recrea la vida; que la muerte no tendrá ya la última palabra, a lo más la penúltima; que verdugos y tiranos no saldrán con la suya; que el amor es más fuerte que el odio, y el perdón que el pecado; que, al final, la verdad y la justicia harán fiesta cogidas de la mano.
¡Qué estúpida burla sería la existencia si todo acabara con la muerte! ¡Qué sin-sentido sería la vida! Pensemos en los muertos prematuramente, en los deficientes físicos y psiquicos, en los que murieron como culpables porque no tuvieron la oportunidad de probar su inocencia, en los que dieron la vida por la causa de la justicia sin lograr alcanzarla, en cualquier hombre que no haya decapitado su sed de transcendencia, en los pobres, en todos los pobres -«pobres son los que dicen. ¿y si Dios no existiera? «-(León Felipe).
«Descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos”, confesamos en el Credo apostólico. Jesús se adentró hasta las simas más honda de la soledad y el sufrimiento,hasta cargar con el peso del pecado, que es la ausencia de Dios; bajó hasta: los infiernos de la vida y de la muerte, allí donde los hombres quedarían condenados a la soledad definitiva y absoluta si no irrumpiera la fuerza victoriosa de Dios.
Al vidente del Apocalipsis, que llora porque no hay quien abra el libro de los siete sellos, se le anuncia que ha vencido el Cordero que fue degollado, que Él tiene la clave, la cifra que descifra el sentido de la vida y de la historia. El vidente oye una palabra que acaricia y consuela: «No temas, soy yo el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo».
Proclamar que Cristo ha resucitado es tener la certeza de que todos resucitaremos. Él es la primicia. Por nuestra condición humana y pecadora estamos heridos de muerte; por la gracia de Cristo estamos heridos de resurrección.
La noticia de la mañana de Pascua, primero como rumor increible, luego verificada en las apariciones, acabó certificada y rubricada con la sangre de los mismos testigos.
La resurrección no es un «pensar deseoso». No estaban los apóstoles, después del trauma del Calvario, ni para ilusiones, ni para alucinaciones. María Magdalena acude al sepulcro con ungüentos para embalsamar el cadáver según la costumbre judía; los de Emaús se volvían a casa cariacontecidos, rumiando su fracaso; Tomás exige meter sus dedos en las llagas del crucificado para creer lo que sus compañeros dicen. Pero todos acaban rindiéndose a una experiencia, que se impone luminosa y palpable. «Lo que vieron nuestros ojos, lo que nuestras manos tocaron y palparon…, eso es lo que os anunciamos», dirá más tarde Juan.
La resurrección de Cristo no es sólo verdad que ilumina, es fuego que quema. Su seguimiento, la gratuidad de su amor y hasta el escándalo de su cruz son el camino en cuya andadura se gesta el hombre nuevo, la nueva vida de la resurrección.Vivamos, hermanos, con vigor y alegría, las promesas bautismales que renovamos en la vigilia pascual.
¡Cristo ha resucitado! Que sepamos encontrarle como aquellos primeros testigos, y que el encuentro haga fresca, luminosa y audaz nuestra esperanza.
¡Feliz Pascua de Resurrección!