25 de noviembre de 2006
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]F[/fusion_dropcap]lexibilidad y prioridad de la persona. Este criterio es básico porque cuando hablamos de flexibilidad y de seguridad, nos referimos a procesos y oportunidades de vida para personas concretas. Cuando hablamos de flexibilidad como si de una variable económica se tratase, en el mismo plano que el costo de las materias primas o el impacto de los tipos de interés en la financiación de la empresa, estamos contemplando a la persona como un instrumento más dentro de todo el proceso de producción. Mientras que todo él debe estar a su servicio porque «La persona humana no puede y no debe ser instrumentalizada por las estructuras sociales, económicas y políticas» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 48).
Estamos convencidos que gran parte de los problemas de obreros y trabajadores tienen su raíz en el olvido y menosprecio del carácter sagrado e inviolable que tiene la vida humana.
Después de reflexionar detenidamente sobre los contenidos de la flexibilidad que los empresarios postulan, podemos resumir sus pretensiones en siete presupuestos básicos, que son los siguientes: – Contratar y despedir sin costes, y sin intervención judicial. – Organizar el trabajo sin trabas horarias, profesionales geográficas ni de otro tipo. – Derivar parte de la producción a otras empresas para abaratar costes. – Vincular los salarios a la producción de la empresa y el rendimiento individual. – Garantizar que la cobertura de las prestaciones sociales no constituya un impuesto sobre el empleo y penalice la permanencia de los trabajadores en el desempleo. – Eliminar la intervención judicial en las relaciones laborales. – Insertar la negociación colectiva dentro de este marco de relaciones laborales.
La argumentación clave es la siguiente: hay un mercado que es imprevisible, que oscila en un sitio o en otro, que reclama más o menos trabajo, más o menos tecnología, más o menos inversión, que deja de ser rentable en un lugar para serlo en otro, que, desecha un medio de organización empresarial para reclamar otro bien distinto, etc.
Ante ello, las empresas han de tener total libertad para adaptarse a las exigencias del mercado. A esto hay que decir tres cosas. Primero, este argumento corresponde al primer liberalismo del siglo XIX y responde a la lógica interna del modelo economicista, cuya función es ampliar los márgenes entre los costos y los ingresos. Munford, en el año 34 del siglo pasado decía así: «Para ampliar el margen entre los costos de producción y los ingresos procedentes de las ventas en un mercado competitivo, el fabricante reducía los jornales, alargaba las horas, aceleraba los ritmos, disminuía el tiempo de reposo del obrero, 10 privaba de esparcimiento y educación, le robaba en su juventud las oportunidades de desarrollo en la madurez, los beneficios de la vida familiar, y en la vejez le quitaba la seguridad y la paz».
Es decir, para ampliar el margen de beneficio, el fabricante eliminaba las «rigideces» en los salarios, jornadas, ritmos de trabajo y descanso, etc. Estas prácticas desembocaron en unas situaciones de esclavitud para muchos obreros, situación que tiende a reproducirse en la actualidad, como pasa en el caso de muchos inmigrantes, cuando faltan los mecanismos creados para evitarlo. Precisamente, la lucha del mundo obrero y de los sindicatos fue construyendo un sistema más solidario y humano, que pretendía diferenciar el trabajo humano de todos los demás elementos que intervienen en la producción.
En segundo lugar, se presenta al mercado como un ser todopoderoso, totalmente autónomo e independiente de todos y de todo, ante el que no cabe otra cosa que seguir sus dictados. A este respecto es necesario señalar la reflexión que hacía Juan Pablo II (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 38-39): «La suma de factores negativos, que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, parece crear en las personas e instituciones un obstáculo difícil de superar. Si la situación actual hay que atribuirla a dificultades de diversa índole, se debe hablar de estructuras de pecado, las cuales se fundan en el pecado personal, y por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas que las introducen, y hacen difícil su eliminación, y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres» (Sollicitudo Rei Sociales, 39).
Esto quiere decir que el mercado se sustenta en decisiones personales que pueden orientarse hacia el beneficio social o hacia el beneficio particular, y que en tanto que en decisiones personales, pueden y deben orientarse hacia el bien común. Luego, desde un punto de vista moral y ético no se puede aceptar como algo dado e inamovible lo que sólo es un planteamiento egoísta, un pecado personal que genera estructura de pecados, y que a su vez alimenta el pecado personal.
La Iglesia recomienda que «ante las imponentes cosas nuevas del mundo del trabajo, la doctrina social de la Iglesia recomienda, ante todo, evitar el error de considerar que los cambios en curso suceden de modo determinista. El factor decisivo y el árbitro de esta compleja fase de cambio es una vez más el hombre, es el que debe seguir siendo el verdadero protagonista de su trabajo» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 317).