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29 de octubre de 2017

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Antonio Ávila Blanco es sacerdote madrileño. Director del Instituto Superior de Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca. Recientemente ha participado en la convivencia de inicio de curso de los sacerdotes de nuestra Diócesis.

Hablamos con él sobre cómo ser discípulos misioneros. Comienza recordando unas palabras de D. Ciriaco -Obispo de Albacete- en las que indicaba que no se puede separar ser discípulo de ser misionero, que “nadie -recuerda- contagia la gripe si no la tiene”.

Ello -continúa- nos lleva a preguntarnos: “¿Qué discípulos somos si no contagiamos el Evangelio? ¿Qué misioneros somos si lo que hacemos no es transmitir nuestra experiencia de discípulos, sino una doctrina teórica?” Y nos invitaba a ser testigos de nuestra propia vida como discípulos. Antonio nos anima a vivir el discipulado con alegría y a contagiar esa alegría a los demás.

Nos anima a mostrar que la vida “no es una desgracia” sino una “fuente de alegría, de sentido”. “Que la vida merece la pena, que merece la pena luchar, que merece la pena enfrentar los problemas de cada día, que merece la pena llevar con un poco de salero las enfermedades. Con un poco o con mucho, porque algunas veces hace falta mucho salero”.

Al pedirle unas pautas para vivir como discípulos, recuerda que “ser cristiano es ser un discípulo de Cristo”. Esto -continúa- se traduce en un seguimiento, en reconocer que no tenemos respuestas para todo, que hay cosas que nos sobrepasan y necesitamos mirar al Maestro. Incide en que ese “mirar al maestro” no está reservado exclusivamente a los momentos de tristeza, sino también a los de incertidumbre y de alegría.

Se trata -insiste- de mirar a Jesús y ponerse en “actitud de seguir sus pasos”. Porque -prosigue- el Maestro es que quien va delante marcando el camino y ser discípulo es ir tras él: Seguirlo en valores, en amor, en el servicio, el respeto al otro, a sus libertades, a su dignidad. Ser discípulo es defender al pobre, atenderle, etc. Ésto “es ser discípulo” -recalca-.

Estamos llamados a ello en una sociedad alejada del seguimiento. Por eso le preguntamos cómo llegar hoy a la sociedad y a nuestras familias.

Su respuesta está cargada de reconocimiento y ternura hacia quienes no comparten nuestra fe. Recuerda casos concretos de personas alejadas de la Iglesia que son ejemplo de entrega y generosidad.

Ávila nos anima a “mirar a los que nos rodean con ojos limpios […]. Igual -continúa- tenemos la mitad del camino hecho, porque Dios sembró en el corazón de cada hombre y de cada mujer su presencia, su imagen […]. Nunca nadie ha borrado la imagen de Dios de ningún hombre -añade-”.

Tras esta reflexión, desembocamos inevitablemente en una pregunta: ¿Qué tengo yo que hacer? Vuelve sobre sus palabras y responde con sencillez: Comunicarme de manera que quien nos vea diga: “¡Pero anda! si ser cristiano no es ser un bicho raro.” “¡Si siente lo mismo que yo deseo!” “¡Si lucha por lo mismo que yo lucho!” “¡Si ama lo mismo que yo amo!”. “Entonces, probablemente a mucha gente de bien le estemos abriendo la puerta del discipulado”.

Una vez aclarado nuestro objetivo: seguir al Maestro; y la manera de desempeñarlo: dar testimonio de la alegría que nos produce ser discípulos; es necesario concretar y conocer los pasos a seguir.

Antonio nos explica que la conversión pastoral “consiste en que todos y cada uno de nosotros hagamos un proceso de crecer en la fe, de madurar en la fe, de convertirnos al Evangelio”.

Nos lanza algunas preguntas para saber si estamos en este proceso de conversión pastoral: ¿Qué hemos hecho en estos últimos cinco años para crecer en la fe? ¿Hemos participado de alguna comunidad cristiana? ¿Hemos ido a algún grupo de Biblia? ¿Hemos formado parte de alguna actividad caritativa?

Añade que “convertirse pastoralmente -indica- es, primero, convertirnos las personas y crecer en la fe a un Dios que es Padre, que es ternura, que es misericordia, que es amor”.

En segundo lugar, tratar de que todos los que forman parte de la vida parroquial se sientan “partícipes de la Iglesia”.

Destaca -citando al papa Francisco- la importancia de “que todas las comunidades cristianas, que todos los cristianos, profundicemos en nuestra vida comunitaria”.

Y ¿para qué? Continúa diciendo que “para hacer una Iglesia acogedora, de puertas abiertas, para hacer comunidades acogedoras, para que todo el que llame a nuestra puerta, busque lo que busque, se sienta querido, acogido, valorado”.

Es realista y reconoce que no se trata de algo sencillo. “Tal vez le tengamos que decir que no a alguna cosa que nos pide -añade-, porque no tenemos respuesta para todo, o no todo es lícito, pero que nunca diga que ha sido despreciado”.

Para concluir, nos hace una llamada a preguntarnos cómo acogemos, si damos respuesta a las necesidades que se nos presentan: “¿Tienen nuestros hijos, nuestros jóvenes un espacio en nuestras iglesias? ¿Se sienten en casa?” Ávila nos pone el ejemplo de los jóvenes, pero la podríamos aplicar a cualquier oro grupo de nuestro entorno: ¿A quién tenemos que ofrecer un espacio en nuestra Iglesia?