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4 de diciembre de 2009

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]uizá, quizá, quizá… del dogmatismo al probabilismo

Recientemente fue noticia una campaña publicitaria originada en Gran Bretaña pero que llego a nuestras ciudades, incluida Albacete, con el lema: “Probablemente dios no existe, así que deja de preocuparte y disfruta la vida”.

A bien poco le sabrá a un creyente cabal eso de que “probablemente Dios existe”, cuando toda su vida se sostiene en Él. Pero, hay distintos tipos y niveles de comunicación. En la oración, personal o comunitaria, en la catequesis y la liturgia, la fe habla del y con el Dios vivido, no de una idea o concepto de Dios. Sin embargo, si queremos entendernos con quienes se mueven en el plano científico o filosófico, ahí se trata de un intercambio de ideas, de razones. Y en este lenguaje, que emplea la demostración para sostener la verdad, Dios no es demostrable, tampoco que no exista, ambos extremos del dilema, siempre en el terreno de las ideas, gozan de las mismas probabilidades, pues su contenido mismo, Dios, rebasa los límites de lo demostrable.

No solo la religión cuenta con dogmas, con afirmaciones que se sostienen en sí mismas. La razón moderna, la que viene de Galileo (siglo XVI) para acá, cuenta con tres dogmas que hay que revisar con el mismo sentido crítico que se ha empleado con los dogmas religiosos. Por un lado está la creencia de que sólo hay una razón, la que se mueve exclusivamente con argumentos lógicos o con demostraciones de laboratorio, de observación. Pero, los antropólogos, como el recientemente fallecido Levi Strauss, nos hablan de una racionalidad compleja entre las culturas primitivas. Y también está aquello de la “inteligencia emocional”. Hay no una, sino tantas racionalidades como dimensiones tiene el hecho de ser personas.

En segundo lugar, está el dogma de la infalibilidad científica, la convicción de que el resultado de una buena investigación científica es una verdad incontestable. Esta seguridad se tambaleó con el avance de las propias ciencias que, hoy, abogan más por una verdad penúltima –hasta que no haya otra que la supere- y por aproximación, vamos, con decimales.

La firme pretensión de que sólo la verdad científica es verdad, es el tercer dogma de la razón moderna. Pero, si hay, y las hay, más racionalidades que la lógico – empírica, por ejemplo la poética, la moral, la estética… entonces las verdades hay que situarlas en el contexto de la dimensión del ser humano que está en juego. A estos contextos o niveles de experiencia y lenguaje, el filósofo Wittenstein lo llamaba “juegos lingüísticos”. Hay también un juego lingüístico religioso, su verdad no “juega” sin más a lo mismo que las verdades de la física, las matemáticas o la astronomía, si bien no ignore lo que ellas sepan de la realidad. Es decir, sin despreciar sus verdades.

Decir, pues, cuando hablamos con la ciencia y la filosofía, que Dios “probablemente existe” no es tan poca cosa. No en vano, también la fe, “el coraje de mantenerse en la duda” (Kierkegaard) sabe de inseguridades. Ella no vive de un argumento, ni de una prueba, sino de una experiencia. Lo cual no quiere decir que tengamos que resignarnos al fideísmo (creo porque sí). Hay razones para la fe, aunque es de noche, que dijera San Juan de la Cruz, que de esto sabía mucho y lo sabía con todos los sentidos. Pero, para hablar de esas razones que sostienen que creer en Dios es plausible, antes hay que aclarar de qué Dios hablamos. Ambas cosas las veremos en una próxima entrega, que tantas experiencias de fe nos ha comunicado y a las que hoy queremos servir con esta modesta reflexión sobre la razonabilidad de creer en Dios en tiempos harto improbables.