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4 de enero de 2015

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  • Consideremos a todos los hombres no esclavos, sino hermanos

El flagelo cada vez más generalizado de la explotación del hombre por parte del hombre daña seriamente la vida de comunión y la llamada a estrechar relaciones interpersonales marcadas por el respeto, la justicia y la caridad. Este fenómeno abominable adquiere múltiples formas sobre las que deseo hacer una breve reflexión, de modo que, a la luz de la Palabra de Dios, consideremos a todos los hombres no esclavos, sino hermanos.

  • Necesidad de escuchar el Evangelio y de convertirse continuamente a la Alianza.

En la historia de los orígenes de la familia humana, el pecado de la separación de Dios, de la figura del padre y del hermano, se convierte en una expresión del rechazo de la comunión traduciéndose en la cultura de la esclavitud, con las consecuencias que ello conlleva y que se perpetúan de generación en generación. De ahí la necesidad de convertirse continuamente a la Alianza, consumada por la oblación de Cristo en la cruz. Él, el Hijo Amado, vino a revelar el amor del Padre por la humanidad. El que escucha el Evangelio y responde a la llamada a la conversión, llega a ser en Jesús «hermano y hermana, y madre» y por tanto, hijo adoptivo de su Padre. La comunidad cristiana es el lugar de la comunión vivida en el amor entre los hermanos.

  • En el centro de todo sistema social o económico tiene que estar la persona, no el dinero.

Todavía hay millones de personas –niños, hombres y mujeres de todas las edades–  privadas de su libertad y obligadas a vivir en condiciones similares a la esclavitud: oprimidos en todos los sectores, emigrantes, el “trabajo esclavo”, esclavos y esclavas sexuales, mujeres obligadas a casarse o vendidas para el matrimonio; niños y adultos víctimas del tráfico y comercialización para extracción de órganos, para ser reclutados como soldados, para la mendicidad, secuestrados por grupos terroristas… En la raíz de la esclavitud se encuentra una concepción de la persona que admite el que pueda ser tratada como un objeto.

Otras causas que ayudan a explicar las formas contemporáneas de la esclavitud, son la pobreza, el subdesarrollo y la exclusión; los conflictos armados; la falta de acceso a la educación; las escasas, por no decir inexistentes, oportunidades de trabajo; la corrupción de quienes están dispuestos a hacer cualquier cosa para enriquecerse… “Esto sucede cuando al centro de un sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la persona humana. Sí, en el centro de todo sistema social o económico, tiene que estar la persona, imagen de Dios, creada para que fuera el dominador del universo”.

  • Compromiso común para poner fin al flagelo de la explotación del hombre. 

Merece el aprecio de toda la Iglesia y de la sociedad el gran trabajo silencioso que muchas congregaciones religiosas, especialmente femeninas, realizan desde hace muchos años en favor de las víctimas. Pero, naturalmente, se requiere también un triple compromiso a nivel institucional de prevención, protección de las víctimas y persecución judicial contra los responsables. Los Estados deben vigilar para que su legislación nacional en materia de migración, trabajo, adopciones, deslocalización de empresas y comercialización de los productos elaborados mediante la explotación del trabajo, respete la dignidad de la persona.

Se necesitan leyes justas, centradas en la persona humana; reconocer el papel de la mujer en la sociedad; la cooperación en diferentes niveles, que incluya a las instituciones nacionales e internacionales, así como a las organizaciones de la sociedad civil y del mundo empresarial. También, la  responsabilidad social del consumidor: «comprar es siempre un acto moral, además de económico».

  • Invitación a cada uno a hacer gestos de fraternidad y tocar la carne sufriente de Cristo.

Deseo invitar a cada uno, según su puesto y responsabilidades, a realizar gestos de fraternidad con los que se encuentran en un estado de sometimiento. Algunos hacen la vista gorda. Otros, sin embargo, optan por hacer algo positivo, participando en asociaciones civiles o haciendo pequeños gestos cotidianos –que son tan valiosos–, como decir una palabra, un saludo, un «buenos días» o una sonrisa, que no nos cuestan nada, pero que pueden dar esperanza, abrir caminos, cambiar la vida de una persona que vive en la invisibilidad.

Estamos frente a un fenómeno mundial. Para derrotarlo se necesita una movilización de una dimensión comparable a la del mismo fenómeno. Por esta razón, hago un llamamiento urgente: no sean cómplices de este mal, sino que tengan el valor de tocar la carne sufriente de Cristo, que se hace visible a través de los numerosos rostros de los que él mismo llama «mis hermanos más pequeños». Sabemos que Dios nos pedirá a cada uno de nosotros: ¿Qué has hecho con tu hermano?