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8 de mayo de 2014

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Queridos sacerdotes y a cuantos participáis en esta celebración:

La canonización, el pasado día 27 de Abril, de Juan XXIII y de Juan Pablo II, dos Papa tan próximos en el tiempo, ha sido un acontecimiento único. Único también el espectáculo de la plaza de san Pedro y de las calles de Roma inundadas por un río de peregrinos de todos los continentes y países. Único el hecho de la asistencia de unos seis mil sacerdotes, mil obispos, el colegio cardenalicio en pleno y el Papa emérito Benedicto XVI, concelebrando todos con el Papa Francisco.

Dos Papas santos: el primero con un pontificado breve, el segundo con un pontificado larguísimo. El mundo entero, incluso muchas personas alejadas de la Iglesia, han reconocido lo extraordinario de ambas figuras y el singular protagonismo de ambos en la segunda mitad del siglo XX. Dos personajes tan distintos y tan complementarios. Uno, Juan XXIII, de origen campesino, el cuarto de trece hermanos, tradicional y revolucionario .El otro, Juan Pablo II, obrero, actor, poeta, filósofo, fruto de una fe antigua, pero templada y probada en la clandestinidad y en medio de los totalitarismos del siglo XX. Uno, la sencillez, la bondad personificada; el otro, la fortaleza, la pasión por llevar la alegría y la liberación del Evangelio a todos los pueblos. Era eso lo que movió a uno a convocar el Concilio, y lo que impulsó al otro a recorrer el mundo o a convocar las Jornadas Mundiales de la Juventud. Juan XXIII ingresó en el Seminario de Bérgamo y acabó sus estudios en Roma, becado por la Diócesis. Profesor del Seminario, secretario de su obispo y cercano al mundo obrero y a sus reivindicaciones. Llamado por el servicio a la Santa Sede y luego nuncio apostólico en Bulgaria, Turquía, Grecia, Francia. Durante la guerra salvó a muchos judíos con el visado de tránsito de la delegación apostólica. Luego arzobispo y cardenal de Venecia. En 1958 fue elegido Papa, y sus cualidades humanas y cristianas le valieron el nombre de «Papa bueno». Juan Pablo II lo beatificó el año 2000 y estableció que su fiesta se celebre el 11 de octubre, fecha de la inauguración del Concilio Vaticano II.

En la homilía de beatificación (3-IX-2000) dijo de él el Papa Juan Pablo II:

«Contemplamos hoy en la gloria del Señor a Juan XXIII, el Papa que conmovió al mundo por la afabilidad de su trato, que reflejaba la singular bondad de su corazón. ¡Cuántas personas han sido conquistadas por la sencillez de su corazón, unida a una amplia experiencia de hombres y cosas! La ráfaga de novedad que aportó no se refería a la doctrina, sino más bien al modo de exponerla; era nuevo su modo de hablar y actuar, y era nueva la simpatía con que se acercaba a las personas comunes y a los poderosos de la tierra. Con ese espíritu convocó el Concilio ecuménico Vaticano II, con el que inició una nueva página en la historia de la Iglesia: los cristianos se sintieron llamados a anunciar el Evangelio con renovada valentía y con mayor atención a los «signos» de los tiempos. Realmente, el Concilio fue una intuición profética de este anciano Pontífice, que inauguró, entre muchas dificultades, un tiempo de esperanza para los cristianos y para la humanidad. En los últimos momentos de su existencia terrena, confió a la Iglesia su testamento: «Lo que más vale en la vida es Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio, la verdad y la bondad». También nosotros queremos recoger hoy este testamento, a la vez que damos gracias a Dios por habérnoslo dado como Pastor».

Su pontificado, que duró menos de cinco años, fue suficiente para descubrir en él la auténtica imagen del buen Pastor. Manso y atento, emprendedor y valiente, sencillo y cordial. Practicó cristianamente las obras de misericordia corporales y espirituales, visitando a los encarcelados y a los enfermos, recibiendo a hombres de todas las naciones y creencias, y cultivando un exquisito sentimiento de paternidad hacia todos. Su magisterio, sobre todo sus encíclicas «Pacem in terris» y «Mater et magistra», fue muy apreciado. Angelo Giuseppe Roncalli asimiló en su ambiente familiar los rasgos fundamentales de su personalidad. «Las pocas cosas que he aprendido de vosotros en casa -escribió a sus padres- son aún las más valiosas e importantes, y sostienen y dan vida y calor a las muchas cosas que he aprendido después». ¿Cómo fueron sus años con Juan XXII? preguntaron al que fue su secretario, hoy cardenal Loris Capovilla- «Caminamos juntos. No nos detuvimos a recoger las piedras que nos tiraban de ambos lados del camino. Nos callamos, rezamos, perdonamos, servimos y amamos .Así era su alma de ciudadano del mundo .Todo el mundo era su familia».

Juan Pablo II. Permitidme empezar con una anécdota, que ya conté en la misa de acción de gracias por su beatificación: Edith Zirer es una mujer judía. Cuenta cómo fue liberada del campo de concentración de Auswich cuando tenía 13 años de edad. «Era una gélida mañana de invierno de 1945. Dos días después de la liberación llegué a una pequeña estación entre Czestochowa y Cracovia. Me eché en un rincón de una gran sala en que había decenas de prófugos todavía con los trajes a rayas del campo de concentración. El me vió y vino con una taza de té, la primera bebida caliente que probaba después de varias semanas. Después me trajo un bocadillo de queso hecho con un pan negro, exquisito. Yo no quería comer; estaba demasiado cansada. Me obligó. Luego me dijo que tenía que caminar para poder subir al tren. Lo intenté pero me caí al suelo. Entonces me tomó en sus brazos y me llevó durante mucho tiempo, kilómetros, a cuestas, mientras caía la nieve. Recuerdo su chaqueta de color marrón y su voz tranquila. Me contaba la muerte de sus padres y hermano y me decía que también él sufría, pero que no había que dejarse vencer por el dolor y que había que luchar para vivir con esperanza. Su nombre se me quedó grabado para siempre en mi memoria. Se llamaba Karol Wojtyla».

Como revela la anécdota; Juan Pablo II fue un gran luchador hasta el final, sin dejarse vencer por el dolor. Ni siquiera la decrepitud de su cuerpo gastado nos impedía descubrir, hasta la última hora, la grandeza de su alma y la fidelidad a la encomienda recibida.

Huérfano de madre a los nueve años, de padre a los 21. Le quedaba su único hermano que muere contagiado por los enfermos a los que atendía cuando estaba a punto de concluir su doctorado. Años de Universidad: la filosofía, el teatro, la historia, el deporte, son sus ilusiones fundamentales. Funda el teatro rapsódico de Cracovia. Luego vendrá la invasión de Polonia, un país avasallado sucesivamente por el nazismo de Hitler y el comunismo de Stalin, un país al que se intentó despojar de su identidad nacional y religiosa. En esa época conocerá el trabajo en las minas de productos petroquímicos, el seminario y los estudios de la teología en clandestinidad. Fue un símbolo de resistencia espiritual a poderes militarmente invencibles. Ya sacerdote sería enviado a Roma, donde se doctora con una tesis sobre San Juan de la Cruz. Años más tarde presentará otra en su tierra sobre el filósofo Max Sheler. Fe desnuda, pero ilustrada, como quería Juan de la Cruz; reflexión sobre la persona, la verdad, el ser, en sus años de profesor.

El 16 de Octubre de 1978 fue elegido Papa. Desde el primer momento quiso devolver a la Iglesia la confianza en su propia fe y hacer al pueblo de Dios protagonista de su vida y de la vida de la Iglesia. Su lema podía ser; «No tengáis miedo». Los problemas del trabajo, de la economía, la política, el ecumenismo, la verdad, la libertad, la defensa de la familia , de la vida, sobre todo la vida amenazada en sus origen y final, ese sería el incansable mensaje que llevó a los cinco continentes en sus ciento cinco viajes apostólicos, en los 130 países visitados. Y con ello la incansable invitación a acoger a Cristo, hecha con voz potente desde el inicio de su pontificado. «Abrid de par en par las puertas a Cristo». Clamó en favor de la paz e intentó con todas sus fuerzas impedir la guerra del golfo; «Yo sé –gritó– lo que es la guerra. Se lo digo a ustedes. La guerra no resuelve los problemas, sino que los multiplica».

Varios sínodos, catorce encíclicas sobre temas fundamentales de la fe, sobre la dignidad del trabajo o de la mujer, sobre política, económica, sobre el valor de la vida o sobre la familia, sobre el esplendor de la verdad, sobre la actualización de la misión evangelizadora. Añádanse sus innumerables mensajes y catequesis. Juan Pablo II ha renovado la legislación canónica y ha promulgado el Catecismo de la Iglesia universal.

Juan Pablo II ha sido uno de los grandes protagonistas del siglo XX: «Una de las más grandes figuras de la Historia, un personaje que ha cambiado la historia del mundo», ha dicho de él un periodista no católico de la agencia Reuters. Recordemos el testimonio Mijail Gorbachov, que reconocía que «todo lo ocurrido en Europa oriental no habría sucedido sin la presencia de este Papa».

Con humildad exquisita reconoció y pidió perdón por los pecados de la Iglesia de ayer y los de la de hoy. Congregó a millones de jóvenes, a los que cautivaba mostrándoles un camino exigente e invitándoles a ser, así, centinelas de un mañana mejor. Los jóvenes del mundo le reconocieron como un padre, un guía, un auténtico educador. No se puede olvidar el abrazo entre el Papa y aquel joven que, durante la vigilia de Tor Vergata, logró superar los cordones de seguridad para decirle simplemente: «¡Gracias, te quiero!».

Difícilmente olvidaremos aquella noche del 2 de Abril. Todo el mundo, cristiano o no, miraba a Roma. Todos los medios de comunicación, de cualquier tendencia o ideología tenían su punto de mira en aquel balcón que da a la Plaza de San Pedro.

Jamás la historia había registrado una concentración tan multitudinaria en torno a un difunto. Si ciertamente fue una muerte anunciada la suya, no por eso fue menos conmovedora. Reyes, Jefes de Estado y de Gobierno, ministros y gobernantes de casi todos los países quisieron unirse a aquel homenaje al Papa universal. El Papa que había reunido en Asís a líderes de todas las religiones, veía desde la casa del Padre cómo todas las religiones estaban representadas también en torno a su féretro. Y recordamos el grito de «¡Santo Súbito!», que de manera espontánea empezaron a corear miles de gargantas.

De él dijo Benedicto XVI: “El llorado pontífice, purificado en el crisol de las fatigas apostólicas y de la enfermedad, apareció siempre como una roca de la fe. Quien ha tenido la oportunidad de frecuentarlo de cerca ha podido casi tocar con la mano aquella fe serena y firme. Una fe convencida, fuerte, auténtica, libre de miedos y componendas”.

La vida y el ministerio de Juan Pablo II estuvieron enmarcados por lo que fue el lema mariano de su pontificado: «Totus Tuus»- «Todo Tuyo». Huérfano de Madre, Maria fue su madre en la tierra y lo es ahora en el cielo.

Damos gracias a Dios por su vida y por su muerte. Nos confiamos ahora a la intercesión de estos dos grandes santos. Sabemos que sus voces siguen sonando, unida ahora al coro de los santos en el cielo. Amén.