21 de diciembre de 2006
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Hace un año mi novia me pidió que la acompañara a una boda en un pueblo de Valencia. El banquete fue por todo lo alto e incluso había una orquesta privada, pero lo que más me llamó la atención aquel día fue lo que el sacerdote que ofició la misa nos contó. Era un hombre mayor de mucha simpatía que no padecía de una mínima monotonía por las decenas de bodas en las que ya debía de haber hablado en su vida. Habló del amor; primero nos ilustró con definiciones de varios filósofos griegos, en concreto recuerdo a Platón, según el cual el amor era la necesidad que sentían incluso los animales para perpetuar su especie. ‘¿Esto os parece egoísta?’, nos preguntó. ‘Pues Kafka dijo que el amor entre personas dependía de la necesidad que se tengan los unos de los otros’.
Yo me estaba quedando blanco porque, después de habernos gastado varias bromas, el tema se ponía serio y yo no veía cómo podía acabar de una manera convincente.
Después nos explicó lo que todos hemos oído de nuestros científicos contemporáneos: el amor es la sensación que producen ciertas reacciones químicas en el cerebro y que tienen una fecha de caducidad con respecto a una misma persona. En ese punto me sentí un poco incómodo porque parecía que nos estaba augurando a mi novia y a mí, junto al resto de parejas allí presentes, que teníamos los días contados.
Entonces dijo lo que para él era el amor, y la verdad que no lo he podido olvidar y por eso lo escribo. ‘El amor,’ –dijo-‘no es un impulso, tampoco una necesidad ni costumbre, y aunque no lo creáis tampoco es el enamoramiento. El amor es un estilo de vida’. Explicó que es muy sencillo quererse mientras dura la sensación de enamoramiento, pero una vez pasado es necesario quererse tan sinceramente que podamos amar a nuestra pareja porque decidimos que, por quererla realmente, esa es la vida que elegimos, con sus pros y sus contras. Amar como estilo de vida.
Pablo Bermejo