2 de marzo de 2009
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El pasado miércoles comenzó la Cuaresma. En su mensaje de Cuaresma, el Papa nos invita a preguntarnos sobre el valor y sentido que tiene para nosotros, los cristianos, el ayuno, presentándolo como antigua práctica penitencial y ascética que es preciso redescubrir hoy en día, y promoverla especialmente durante el tiempo litúrgico de la cuaresma, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna.
Nos explica el Papa que el ayuno, mucho más que una medida para el cuidado del propio cuerpo y el bienestar físico, es en primer lugar una “terapia” para saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón.
El ayuno es una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas, que acrecienta la intimidad con el Señor y nos ayuda a evitar el pecado.
Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del “viejo Adán” y abrir en el corazón del creyente el camino hacia Dios, recuperando la amistad con Él.
En su tratado, “La utilidad del ayuno”, San Agustín escribía: “Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura”.
Jesús, orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.
Con el ayuno, el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad y su misericordia.
En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión el Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que “ve en lo secreto y te recompensará” (Mt 6,18).
Jesús nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los cuarenta días pasados en el desierto, que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el “alimento verdadero”, que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4, 34).
Privarse por voluntad propia del placer del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación, y nos ayuda a controlar los apetitos de la naturaleza humana debilitada por el pecado original. Un antiguo himno litúrgico cuaresmal nos dice: “Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención”.
Con el ayuno, tomamos conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos.
En la Constitución apostólica Paenitemini de 1966, Pablo VI identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no “vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para los hermanos”. El ayuno puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo.
Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas especiales y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido.