11 de mayo de 2007
|
192
Visitas: 192
La Campaña del Enfermo nos invita a hacer memoria agradecida del camino recorrido por la pastoral de la salud y a situarnos con realismo en el momento presente de la Iglesia y del mundo de la salud y la enfermedad para acogerlo, comprenderlo y acompañarlo.
ACOGER, ACEPTANDO LAS DIFERENCIAS
Reconocemos y apreciamos los logros obtenidos por el desarrollo de la ciencia médica y de la tecnología sanitaria en todos los campos de la lucha contra la enfermedad y la restauración de la salud –prevención y superación de las enfermedades, diagnóstico, cirugía, tratamiento del dolor, calidad de vida, etc.– que han conseguido un mejor cuidado y una mejor asistencia sanitaria.
Al mismo tiempo, estimamos el compromiso y esfuerzo de los responsables de la vida política y administrativa en promover y salvaguardar el derecho constitucionalmente sancionado de tutelar la salud de los ciudadanos, dotando al mundo sanitario del más alto nivel científico y de las más altas garantías sociales.
Acoger el momento presente de la salud y la enfermedad requiere tener presente los profundos cambios socio-culturales que han modificado en pocos años el modo concreto de entender y de vivir hechos tan decisivos para el ser humano como son el nacer, el sufrir o el morir. En la perspectiva actual, el centro de actuación no es la enfermedad y la curación como tal, sino la salud, el cuidado y la prevención. De la medicina de las necesidades se ha pasado a la medicina del deseo.
COMPRENDER UN MUNDO COMPLEJO
Desde hace unos años, se promueve una cultura de la salud no exenta de graves contradicciones y ambigüedades. Se defiende el respeto y el cuidado de la vida, pero se adoptan comportamientos individuales y sociales que difunden una cultura «antivida» (aborto, eutanasia). Se desarrolla el cuidado del cuerpo, pero se olvida la dimensión espiritual de la persona. Se promueve una calidad de vida que, lejos de favorecer una vida digna para todos, desarrolla un bienestar material para unos y una marginación empobrecedora para otros. Se exalta la salud y se la idolatra incluso de manera equivocada. Se fomentan al mismo tiempo, formas de vida insana y conductas de carácter autodestructivo.
Vivimos una confianza ilimitada en la ciencia que conduce a contemplarlo todo desde un plano inmanentista, que no es que niegue la trascendencia, sino que prácticamente no le importa y parece no necesitarla para su explicación. Se centra dicho comportamiento en la salud y los problemas fundamentales de la carencia de salud que necesariamente llevan a la muerte, se ocultan y no se tratan más allá de la cuenta estadística o bien del caso clínico. Se da un desplazamiento de las experiencias dolorosas y se fomenta una especie de “sueño prometéico”, en el que el ser humano se considera dueño de la vida y de la muerte. En esta situación de dominio, “la impaciencia terapéutica” le facilitará poner todos los medios para posponer la muerte y, la eutanasia le ofrecerá asumir el derecho a anticiparla y determinarla.
ACOMPAÑAR LA VIDA EN LA ESPERANZA
El ser humano, sin embargo, es consciente que aún mantiene un pleito con el envejecimiento, con las enfermedades crónicas o incurables, con las situaciones de fragilidad, la discapacidad y la dependencia, con la aparición de nuevas patologías y nuevas amenazas, ya que la muerte sigue estando presente. Esto produce un “malestar existencial” que influye de forma negativa en la búsqueda del sentido de la vida y en la elaboración de una escala de valores respetuosa de la persona y de la naturaleza.
Acompañar en este nuevo contexto es tener en cuenta que la mayor esperanza de vida y la natalidad oscilante provocan que la pirámide de población se invierta y que aparezca el envejecimiento de la población como problema en la sociedad y en el mundo sanitario. Entre los cambios sociodemográficos cabe destacar igualmente el incremento de la inmigración y su carga de multiculturalidad: diferente concepción de la enfermedad, hábitos higiénicos dietéticos distintos, y dificultades, en consecuencia, para la prevención y aparición de nuevas enfermedades.
Cuanto mayor es el poder técnico del hombre, tanto más se hace sentir la necesidad de una ética que salvaguarde la dignidad del ser humano. La multiculturalidad y la misma pluralidad bioética dejan entrever que las propuestas, los debates y las sensibilidades existentes son el reflejo de una sociedad plural, pragmática y con marcado acento individualista.
La forma de acompañar, como respuesta de la Iglesia, no puede ser otra que la proclamación y la vivencia del mensaje alegre de la esperanza, fundado en la certeza de la resurrección de Cristo y, por tanto, en el amor y la fidelidad salvadora de Dios. De esta esperanza quiere dar razón a través del diálogo respetuoso, toda confrontación honesta y una activa colaboración.
Hoy es más necesario evangelizar el mundo de la salud y la enfermedad, recordar cada día la parábola del Buen Samaritano. Dos aspectos de la misión de toda comunidad cristiana: –el anuncio del Evangelio y el testimonio de la caridad–, subrayan lo importante que es traducir el mensaje de Cristo en iniciativas concretas. De ahí que se nos recuerde una vez más la obligación de hacer presente la esperanza, regalo de la Pascua, a través del anuncio de la Palabra, de la Oración y de la celebración de los Sacramentos, signos de comunión y servicio a los hermanos que sufren.
Impulsar una verdadera evangelización no será posible sin colaborar, desde la inspiración del evangelio, en la promoción de una nueva cultura de la salud, más atenta a todas las dimensiones del ser humano y más abierta a su salvación definitiva; evangelización que interpele a la cultura moderna sobre el concepto de hombre que se esconde tras ese modelo de salud tecnificada, medicalizada e idolatrada; que aporte sentido ético y criterios morales al servicio de una vida realmente humana; que enseñe la verdadera actitud ante el dolor y el sufrimiento, y que promueva la solidaridad con los pueblos más pobres y desvalidos de la tierra.
Es tarea urgente imprimir un rostro más humano a la asistencia y al cuidado a los enfermos. Cuando el gesto va acompañado de la caridad se traduce en dedicación generosa, encuentro caluroso, delicadeza tierna, presencia humilde y gratuita…, y posee una fuerte carga interna que trasciende todo, planteando cuestiones de sentido, ampliando los espacios de comprensión y comunión, constituyendo una base que facilita conseguir nuevas metas, abriendo la mente y el corazón a horizontes más elevados. Será siempre proclamación silenciosa, pero eficaz, del Evangelio.
Colaborar en la humanización del mundo de la salud, no supone sólo colocar las premisas para la evangelización de esa realidad, sino que ya es actividad evangelizadora. Cuando el ser humano es tratado en su enfermedad como persona y es ayudado a realizarse en su fragilidad, se está proclamando que el hombre mantiene su valor de hijo de Dios en todo momento, también cuando sufre la degradación del cuerpo o la mente.
Nuestra presencia en el mundo de la salud y de la enfermedad se hace así regalo de la esperanza. De él queremos hacer participes a todos los que entregan su vida por los demás, creyentes o no. Hombres y mujeres, en definitiva, de buena voluntad. Nuestro primer objetivo está constituido por la promoción de valores como la justicia, el respeto a la persona, la fraternidad y la solidaridad, necesarios para construir la civilización del amor.
Estamos llamados, por tanto, a promover signos de reconciliación, respeto mutuo, acogida y comunión. Desde la calidad de una relación fraterna y gratuita es posible transformar el mundo de la salud en el ambiente fraterno de la nueva civilización del amor, modelo de convivencia más humana, siguiendo los pasos de Cristo, que “vino a servir y no para ser servido”.