9 de agosto de 2010
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Dos responsables del grupo de jóvenes de la parroquia de San José en la misión de los javerianos
Cuando esta mañana me ha llamado César para pedirme que escribiera acerca de esta experiencia misionera, la verdad es que no sabía exactamente cómo abordarlo. No tengo palabras para describir todas las sensaciones, sentimientos encontrados y vivencias que se han unido en estos días (no ha llegado a un mes), y que ha supuesto para mí una de las mejores experiencias que haya podido tener a lo largo de mi vida. Algo que tengo que agradecer a los Misioneros Javerianos, a la Diócesis de Albacete y al empeño de un amigo, Juanma.
Pero creo que lo mejor será comenzar la historia por el principio. En el mes de octubre del año pasado recibimos un correo electrónico de la Delegación de Misiones, que ponía a disposición de todas las parroquias de la Diócesis una serie de encuentros con Misioneros Javerianos.
Se trataba de unas charlas de formación misionera, a la que podía asistir cualquier persona; nos reuniríamos un domingo al mes en la parroquia Buen Pastor, y podías acudir a la formación únicamente porque el tema misionero te interesaba, o para culminar esta formación con la experiencia en verano en alguna de las misiones que tienen en Sudamérica.
Cada mes viajaban a Albacete Mario, Gigi y Antxón, los tres xaverianos que hay en la casa de Murcia. Esos meses de oraciones, charlas y meriendas varias nos fueron acercando a un mundo que está muy lejos y muy cerca a la vez; y nos encaminaban a un objetivo del que, de momento, Juanma y yo ya hemos podido disfrutar: acabamos de volver de México, donde hemos estado junto a Antxón en la misión de Acoyotla, la cual a su vez tiene también otras 16 comunidades a su cargo.
Hasta ahora yo pensaba que lo importante para ir de misiones era tener un proyecto claro y que implicara un trabajo que se pudiera cuantificar: enseguida piensas en las ONG que se encargan de levantar una escuela, crear un dispensario médico o poner en marcha una potabilizadora de agua. Sin embargo, Antxón me dijo una vez que también es fundamental ir y hablar con ellos… y también escucharles. Ciertamente, si te paras un poco a pensar, esto también es un trabajo del que vas a ver frutos (aunque quizá a más largo plazo); se trata de plantar semillas procurando que caigan en tierra fértil, aunque algunas acaben en la orilla del camino, entre piedras o creciendo junto a abrojos.
Desde el principio me he encontrado como una niña con zapatos nuevos. He disfrutado de cada minuto de este viaje, también de los interminables vuelos; incluso ese último traslado en autobús volviendo a Ciudad de México, en el que no daba un duro por mi estómago.
Sólo puedo tener palabras de agradecimiento hacia todas las personas que hemos conocido tanto en la capital como en las comunidades. Esto no hubiera sido lo mismo sin los sacerdotes que viven en la misión de Acoyotla Ángel, y especialmente Alfonso, que nos ha acompañado (y aguantado) todos estos días; sin Agus, el diácono con quien hemos viajado a todas partes y que ha sido una parte importante en todos nuestros encuentros tanto con niños como con jóvenes; y por supuesto, sin todas aquellas personas que día a día te demostraban lo importante que es para ellos el apoyo que les ofrecen los javerianos.
Además, la hospitalidad que tienen con las personas que llegan de fuera es increíble. Eso fue algo que me llamó mucho la atención, junto con la timidez propia de los huastecos. Todos tenemos una imagen de los sudamericanos como que son muy cariñosos, habladores, galantes, etc; los indígenas también lo son, pero a su manera: no te suelen mirar a los ojos, el único contacto es el del saludo ya que ellos dan la mano, y te cuesta bastante que te digan algo si no es preguntándoles. También son muy educados, y por encima de todo, te ofrecen todo lo que tienen.
Para los viajes utilizábamos la camioneta de la misión, que era de la única forma que nos podíamos desplazar por esos caminos de forma rápida; por suerte, no tuvimos necesidad de agarrar la mula e ir caminando. En todas las comunidades a las que nos hemos acercado nos han recibido con cariño; y ciertamente hay tiempo para todo: nos hemos bañado en ríos y bajo una cascada, hemos tenido el privilegio de disfrutar de unos paisajes donde se ve la mano de Dios; hemos pasado calor, pero sobre todo, hemos aguantado lluvias: hasta tener que dar la vuelta en algún camino por estar cortado debido a derrumbes y agua que cruzaba por la carretera.
Todo esto es anecdótico para nosotros, pero es el día a día en la vida de muchos misioneros por el mundo. Nosotros hemos tenido la inmensa suerte de ver una pequeña porción de su trabajo, y formar parte durante tres semanas del engranaje de la misión.
No cambio por nada ninguno de los días que pasamos jugando con los niños y reuniéndonos con los jóvenes en cualquiera de los sitios en los que estuvimos; ni las últimas y lluviosas tardes jugando a las cartas y bebiendo café; ni los ratos de risa (más de los que puedo recordar): durante los viajes, en las comidas, en las reuniones, mientras subíamos y bajábamos por la montaña intentando no saltarnos los dientes…
Tantos momentos compartidos con personas que durante este mes fueron nuestra familia, nuestros amigos, nuestros compañeros de camino… personas a las que no podremos olvidar durante el resto de nuestra vida y que tienen un rincón muy especial en nuestro corazón.
Este mes de agosto viajan otras tres personas al mismo sitio y sólo tengo un consejo para ellos: que abran su mente a todo y disfruten como nosotros de esta experiencia única.
Durante este tiempo he logrado aprender dos o tres palabras en su lengua, el náhuatl. Como no podía ser de otra forma, me despido dando las gracias de todo corazón: TLASCAMATI.