22 de diciembre de 2019
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En mi casa, hay una silla vacía. La que recuerda mi ausencia. Estoy en prisión. Mi abuela no entiende el porqué no estoy en la mesa, sentada con el resto de nietos. Siento que su moño blanco, alto, su delantal, sus manos con artrosis tienen el propósito de vivir hasta que yo vuelva. Lo sé.
Hay muchas sillas vacías en los hogares donde faltan hijos, hermanos, nietos, que están en prisión, y nos echan de menos y no nos olvidan. Volveremos sin duda. Pienso, también, en esas otras personas que están oprimidos por la marginación, los inmigrantes obligados a dejar su tierra, por diversas causas, en especial por las guerras y la necesidad de buscar otras oportunidades de vida.
Todo no está perdido. Gracias a personas anónimas, de corazón y espíritu grandes, que se ponen al servicio de los más necesitados y desfavorecidos, que nos ayudan a cantar villancicos y ayudar a que la sonrisa se asome en nuestras mejillas, apagadas por las circunstancias.
Quiero ser agradecida con las personas que atienden: La escuela de adultos de Cáritas y voluntarios de la Pastoral Penitenciaria por su labor única, laboriosa y vocacional. Nos dan visibilidad. La cárcel y los presos existimos. La sociedad mira para otro lado. Ellos nos hacen sentirnos miembros de la comunidad de la Iglesia porque trabajan con esfuerzo para que nos sintamos reconfortados y que sintamos, sobre todo, que no estamos solos. Jesús nos lleva de la mano y nos devolverá a nuestros hogares; a mí, en particular, al regazo de mi abuela.
¡Gracias! ¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!