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11 de diciembre de 2010

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Hacen falta muchas manos para abarcar, levantar y portar una cruz, como hacen falta muchas manos para cuidar un niño, sostener una vida que se acaba, mantener en pie proyectos que son de muchos y por eso mismo parece que a nadie le toca arrimar el hombro. Hoy, a primeros de diciembre de dos mil y tantos, aunque algunos no se lo crean, contamos con un puñado de brazos y manos para levantar la cruz en medio de nuestras plazas y nuestros caminos. Manos y brazos jóvenes, algunos con tatuajes, expertos en chatear y, por qué no, también en acariciar, tocar sueños y agarrarse a cuantas palabras verdaderas pudieran ayudarles a cruzar sus personales ríos. Esta cruz que viene de lejos, ha visto las caras arrasadas por las lágrimas de madres que perdieron sus hijos en guerras que ya no salen en los noticiarios.

También nos trae esta cruz, prendidas de sus dos brazos abiertos, sonrisas blancas de rostros negros, sonrisas de un África que no hay quien la baje de la cruz porque aun cuenta con algún mineral que expoliarle mientras se dan por sobrantes los millones de víctimas que se sacrificaron al mejor postor en Wall Street. Y como es ancho el abrazo del madero que recuerda al que a todos abrazó, acogió y consoló, también cabrán entre sus astillas nuestras propias cuitas, la de los parados cuya mirada pierde día a día el brillo con el que quisieran saludar a sus hijos cuando vuelven a casa. Cómo no va a haber en esta cruz un rincón para los que se dejaron entre las botellas o -cartones- de alcohol, papelinas y otras infames promesas de felicidad instantáneas, las fuerzas y las ilusiones para empezar una vida mejor. Sí, ellos, los que caminan con la espalda encorvada por el peso de su propio pesar, siempre entendieron la cruz y la miraron como una vieja conocida en la que, junto a todos los que sufre, carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos, cuelga Jesús de Nazaret, el crucificado.

Pero hay también en la cruz, junto a su interminable muro de lamentaciones, una escala vertical que se levanta hasta el cielo, para animarnos a no quedarnos postrados, a no rendirnos en la encrucijada. Ese hilo del que penden, con suma debilidad pero mucha constancia, las esperanzas humanas de que juntos las cruces pesan menos, de que con mucho compromiso hasta podríamos eliminar los dolores evitables que la soledad y el modo de vida indiferente y descreído convierten en inevitables e irresolubles.

Esta es la cruz que nos lleva por las noches de la historia y es la cruz que nos trae de cerca y de más lejos la fuerza imparable de la fraternidad, de la proximidad que se torna en motivo para quedar, reunirnos, pensar y programar nuevas acciones que a tan viejos sufrimientos oponga el bálsamo de la solidaridad. A otros ha salvado, le decían a Jesucristo colgado del madero, que se salve ahora él mismo. Y no podía, no señor, no podía salvarse a él mismo, porque en aquella cruz nos revelaba la más honda e imperecedera verdad de fe: que nos salvamos juntos, que nos salvamos unos a otros, que Él para eso ha venido y por eso, desde aquella cruz como ahora en la de la Jornada Mundial de la Juventud que recorrerá nuestras calles, no se baja ni se salva sino que clama y nos llama. Esa es la cruz que nos lleva, la misma que nos trae de tumbo en tumbo la buena nueva de la liberación.