16 de enero de 2009
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España cuenta hoy con más de cinco millones de extranjeros, en su mayoría inmigrantes, procedentes de más de cien países distintos, pertenecientes a muy diversas religiones, culturas, razas, clases sociales…, con una crisis económica de dimensiones y de duración imprevisibles, con un paro creciente, cuyas primeras víctimas suelen ser los trabajadores en situación más precaria, muchos de ellos sin la red de su familia y de su pueblo. (…)
Ante la crisis, comunidades fraternas es el lema que hemos escogido para esta Jornada los obispos de la Comisión de Migraciones de la Conferencia Episcopal Española. Queremos con ello, siguiendo la línea del Mensaje del Papa y a imitación de san Pablo, en el Aniversario de su nacimiento, renovar y reforzar nuestro servicio de Iglesia en la atención a nuestros hermanos inmigrantes, refugiados y víctimas de cualquier forma de abuso o explotación.
Nuestro servicio comienza en los países de origen de los inmigrantes llevándoles o haciéndoles llevar ayudas más generosas, que remedien sus males endémicos de hambre, enfermedad, incultura, subdesarrollo, hasta hacer innecesaria o poco atractiva la emigración o la aventura, así como la explotación y el abuso por parte de negociantes sin escrúpulos.
Pero más importante y eficaz aún que la ayuda o el envío de recursos materiales, es la ayuda humana, es decir, personas que dediquen su vida o parte de ella a servirles, encarnándose y levantándose con ellos, al estilo de san Pablo, que se hizo todo para todos para salvar a algunos. En esta línea está el servicio de los cooperantes, de los voluntarios y sobre todo de los misioneros. Estos dejan todo y, asumiendo el sacrificio y el riesgo del desarraigo, de la aclimatación a otros países, culturas y costumbres, entregan su vida al servicio de los más pobres de la tierra. Tienen como primer objetivo, como san Pablo, anunciarles a Jesucristo como el Salvador e invitarles a seguirle y a entrar en su familia, la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, se implican en ayudarles a liberarse de la esclavitud y de la humillación de la pobreza, de la incultura de la enfermedad, del subdesarrollo y, en muchos casos, de la muerte.
Sin perder de vista la realidad en los países de origen, a la que hemos de acudir con más generosidad, cada vez se nos presenta en nuestro país la situación de muchos inmigrantes y de sus familias como una seria interpelación a nuestra conciencia, a la Iglesia y a la sociedad. Se trata de personas, para nosotros hermanos, que un día vinieron a nosotros invitados, contratados, o simplemente atraídos por la fascinación de de un soñado paraíso. Muchos de ellos han colaborado con su trabajo y con sus servicios, en tiempo de prosperidad, al desarrollo y al bienestar de todos nosotros, aumentaron considerablemente los recursos de nuestro país, de la caja de la hacienda pública y de la Seguridad Social, animaron el consumo, el mercado de la vivienda y la vida laboral en general. Rejuvenecieron la vida de nuestra envejecida sociedad y de nuestras parroquias, colaboraron y colaboran en las tareas de la comunidad cristiana, hacen patente el pluralismo de razas, culturas y lenguas en la unidad y en la comunión de la Iglesia.
En lugar de estarles agradecidos, ahora, en momento de crisis, de paro y de recesión, no podemos abandonarlos a su suerte. Llaman a nuestra puerta, nos piden ayuda, a veces para salir de un grave apuro; en muchos casos incluso, sencillamente, para comer.
Alabamos las iniciativas de muchas instituciones y organizaciones de la Iglesia, como las diócesis, con sus servicios a la pastoral con los inmigrantes, Cáritas en sus diferentes niveles —parroquial, interparroquial, diocesano, interdiocesano…— las organizaciones de los institutos y organizaciones de la vida consagrada, las numerosas iniciativas de muchos seglares, que están reforzando y adaptando sus estructuras de servicio a los inmigrantes. Les animamos a seguir en este noble y generoso empeño.
La magnitud, gravedad y urgencia de las necesidades que de él se derivan es tal que estamos convencidos de que, aun poniendo en juego todos nuestros recursos materiales y humanos como Iglesia, no podremos solucionar tantas necesidades. Por eso se impone la colaboración con los servicios de las administraciones públicas y de la sociedad en general. Es más, es necesario que como Iglesia, en el ejercicio de nuestra función profética, denunciemos todo abuso e irregularidad y urjamos a los diversos responsables a que asuman sus compromisos y cumplan con su obligación de garantizar a toda persona, que vive entre nosotros o que viene a nuestro país, urgido por la necesidad, el respeto a su dignidad y a sus derechos fundamentales.
Las situaciones que se pueden dar en los inmigrantes y en sus familias son tan variadas y complejas que, en muchos casos, no basta con la buena voluntad. Es necesario contar con personas preparadas en los diversos campos, como el de la educación, la sanidad, la legislación… Además de la necesidad de recurrir a las instancias competentes, habremos de urgir la colaboración generosa de personas preparadas y competentes en estos servicios, dentro de la comunidad cristiana. Son siempre de agradecer los servicios de profesionales que, más allá de su dedicación por oficio o por cargo, dedican parte de su tiempo, de sus recursos y de sus conocimientos a atender gratuitamente a inmigrantes y a otras personas necesitadas.
De todos modos, cada uno de nosotros, en la medida de nuestras posibilidades, así como nuestras parroquias, comunidades, grupos cristianos, organizaciones de la diócesis, de las parroquias y de la vida consagrada, Cáritas y otras, hemos de sentirnos llamados y urgidos a acoger fraternalmente en nuestras familias, comunidades organizaciones y grupos a nuestros hermanos y prestarles los servicios que estén a nuestro alcance. Que nadie se sienta extranjero o extraño entre nosotros.
Valorando siempre el trabajo de los profesionales, el servicio fraterno cristiano nace, sobre todo, de la comunión con el Señor, que nos ha amado hasta dar la vida por nosotros y nos ha mandado hacer lo mismo. Más aún, se identifica con cada una de las personas que sufren y considera como hecho a Él mismo cuanto hagamos por nuestros hermanos, los más débiles y necesitados. (…)
Si somos conscientes de que Dios, nuestro Padre, nos ama como hijos, “¿cómo no hacernos cargo —dice el Papa— de las personas que se encuentran en penurias o en situaciones difíciles, especialmente entre los refugiados y los prófugos? ¿Cómo no salir al encuentro de las necesidades de quienes, de hecho, son más débiles e indefensos, marcados por precariedad e inseguridad, marginados, a menudo excluidos de la sociedad?”.
* El Obispo de Albacete, Ciriaco Benavente pertenece
a la Comisión Episcopal de Migraciones.