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18 de enero de 2015

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Introducción 

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos hermanos y hermanas:

 El papa Francisco, con motivo de la celebración de la 101 Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, del año 2015, ha dirigido a toda la Iglesia un mensaje estimulante, luminoso y profético. Los obispos de la Comisión Episcopal de Migraciones, siguiendo el surco abierto por el santo padre, queremos, por nuestra parte, invitaros a acoger su palabra, a releerla desde nuestras realidades concretas y a llevarla a la práctica.

Nos invita el santo padre, en primer lugara contemplar a Jesús, «el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona», a dejarnos sorprender por su solicitud en favor de los más vulnerables y excluidos, a reconocer su rostro sufriente en las victimas de la nuevas formas de pobreza y esclavitud, a acoger su palabra, tan clara, tan contundente: «Fui forastero y me hospedasteis» (Mt 25, 35-36).

1.- Iglesia sin fronteras, Madre de todos

La Iglesia, heredera de la misión de Jesús, a la vez que anuncia a los hombres que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8.16) abre sus brazos para acoger a todos, sin discriminaciones. Ya en Pentecostés, los discípulos, empujados por el Espíritu, vencen miedos, superan dudas, se arriesgan al encuentro con quienes los judíos conocían como nacionalidades diversas, y, a pesar de las diferencias de lenguas, se entendían. Los hombres podemos entendernos cuando hablamos el lenguaje de Dios, que es el amor. Y cuando nos encerramos en nuestra torre, para evitar al que consideramos extranjero, pretendiendo preservar así nuestras seguridades, no hay entendimiento, sino división, violencia y marginación.

Hoy, como ayer, hemos de salir al encuentro de los hermanos emigrantes, haciendo visible la maternidad de la Iglesia, que, superando razas y fronteras, a todos acoge y «abraza con amor y solicitud como suyos». Es lo que resume admirablemente el lema elegido para esta Jornada del Emigrante y del Refugiado: «Iglesia sin fronteras, Madre de todos». La Iglesia en su conjunto y cada cristiano en particular hemos de practicar y difundir la cultura del encuentro, de la acogida, de la reconciliación, de la solidaridad.

Para una madre ningún hijo es inútil, ni está fuera de lugar, ni es descartable. Las madres, cuando se trata de los hijos, no saben de fronteras, como no lo sabía Jesús, al que vemos pasar al otro lado del lago, país extranjero, adentrarse en territorio sirio-fenicio, atravesar el país de los samaritanos, comer con publicanos y pecadores. No son las fronteras lo que le detiene, sino, más bien, los reencuentros, donde las diferencias son asumidas y transformadas en una acogida enriquecedora recíproca. Admira la fe de la sirio-fenicia (Mt 15, 21-28), hace que la samaritana se encuentre consigo misma y se convierta en evangelizadora para sus convecinos (Jn 4, 1-26). Al hilo de sus reencuentros Cristo reacciona, y a veces se irrita por el uso duro e ideologizado de las diferencias (Mc 1, 40-45; Mt 15, 1-20, Mt 9, 9-13).

2.- Por un mundo nuevo, superando desconfianzas y rechazos

Las migraciones son un signo de nuestro tiempo, que está cambiando la faz de los pueblos. En España había a principios de 2014 cinco millones de personas extranjeras empadronadas. Entre ellas, son numerosas las que emprenden viajes muy arriesgados con la esperanza de encontrar un futuro mejor para ellos y sus familias. También ha vuelto a repuntar el número de españoles que emigran, para quienes las Misiones Católicas en Europa son una gran referencia.

«No es extraño, sin embargo —advierte el santo padre— que estos movimientos migratorios susciten desconfianza y rechazo, también en las comunidades eclesiales, antes incluso de conocer las circunstancias de persecución o de miseria de las personas afectadas. Esos recelos y prejuicios se oponen al mandamiento bíblico de acoger con respeto y solidaridad al extranjero necesitado».

Hay que ponerse dentro de la piel del otro para entender qué esperanzas y deseos le mueven a dejar su tierra, su familia, los lugares conocidos; de qué situaciones busca escapar. Clama al cielo constatar las abismales desigualdades de renta media per capita o de esperanza media de vida entre muchos de los países de origen y los países de destino de los emigrantes. ¿Quién de nosotros no buscaría escapar del hambre, de la persecución o de la guerra, cuando no de la muerte?.

El mapa de la desigualdad entre países es una afrenta clamorosa a la dignidad de millones de seres humanos. Con el agravante de que las migraciones forzosas e irregulares dan lugar frecuentemente a la aparición de las mafias, a que surjan viejas y nuevas formas de pobreza y esclavitud (mujeres víctimas de la prostitución, menores no acompañados y en situaciones de riesgo, refugiados…). Son llagas por las que el Señor sigue sangrando.

3.- «Salir del propio amor, querer e interés. Unir esfuerzos»

El santo padre ha invitado reiteradamente:

  • a la renuncia de sí mismos: «Jesucristo nos llama a compartir nuestros recursos y, en ocasiones, a renunciar a nuestro bienestar». A causa de la debilidad de nuestra naturaleza humana, sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor».
  • a unir esfuerzos. No podemos contentarnos con la mera tolerancia. En la comunidad cristiana no caben reticencias que impidan o dificulten acoger apersonas de procedencias y culturas diferentes. Las comunidades educativas tienen un gran papel que jugar al respecto.
    Reiteramos, a este respecto, la llamada, que ya ha sido secundada en bastantes casos, a que delegaciones o secretariados diocesanos de Migraciones, organizaciones de caridad, congregaciones religiosas, universidades de la Iglesia y organizaciones no gubernamentales se brinden con generosidad
  • a ofrecer espacios de intercambio para compartir líneas de trabajo y experiencias  desde la identidad y misión propia;
  • a reflexionar juntos para realizar más eficazmente la tarea y para diseñar camino de futuro;
  • a avanzar en la coordinación y la colaboración trabajando en comunión. Esta es una dimensión integrante y un testimonio muy significativo, en medio de un mundo dividido, de nuestra identidad eclesial.

Consuela el hecho de que en los últimos años hayan sido un millón largo de personas las que han conseguido la nacionalidad española por residencia. Pero nos duele que, a pesar de los planes de integración, sigan siendo numerosos los que se ven obligados a vivir en asentamientos inhumanos o hacinados en viviendas indignas.

Nos preocupa la llamativa caída en cooperación internacional a niveles tan bajos como los actuales, porque mientras no cambien las condiciones inhumanas de vida en los países pobres y sea factible el derecho a no emigrar, nada ni nadie detendrá las migraciones.

Reconocemos el derecho de los Estados a regular los flujos migratorios y de las dificultades que ello implica. Sabemos y valoramos  las muchas vidas salvadas por las patrullas de vigilancia y los servidores del orden público en las proximidades de nuestras costas. Pero hay derechos que son prioritarios. Por eso, qué tristeza se siente cuando nos llegan noticias de muertes y de violencia, o que se adopten medidas como las devoluciones sumarias. También nos duele que no se sigan buscando alternativas más dignas que los Centros de Internamiento. En este sentido, nos adherimos a la denuncia contra cualquier actuación en que no se tengan en cuenta los derechos humanos. Pedimos que se cumplan los tratados internacionales y  se verifique, al menos,  si las personas pudieran ser acreedoras del asilo político, ser víctimas de la “trata” o necesitadas de asistencia sanitaria urgente.

El santo padre nos ha recordado recientemente hablando de Europa que «no se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio». Y que «la ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales». Las políticas migratorias no pueden depender solo de nuestras necesidades, sino de la dignidad de sus protagonistas y del vínculo que nos une como miembros de la familia humana. Nuestra responsabilidad con ellos continúa siendo urgente en materias de cooperación internacional, acogida, integración y cohesión social. Estas deben ser atendidas también desde la dimensión ética de la política y de la vida social. Porque la ausencia de esta dimensión afecta negativamente a nuestros hermanos extranjeros migrantes.

4.- «Globalizar la caridad»

El santo padre, tras recordar, una vez más, la vocación de la Iglesia a superar fronteras, reitera la invitación a que trabajemos en pro del «paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación, a una actitud que ponga como fundamento la “cultura del encuentro”, la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno».

Dadas las dimensiones de los movimientos migratorios y los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscitan hemos de seguir abogando, con el santo padre,  como vía imprescindible para regularlos, por una «colaboración sistemática y efectiva que implique a los Estados y a las Organizaciones internacionales». 

Queremos sumarnos, desde nuestras Iglesias, a tantos organismos e instituciones internacionales, nacionales y locales, que ponen sus mejores energías al servicio de los emigrantes. Se necesita, dice el papa, «una acción más eficaz e incisiva (…), una red universal de colaboración» que tenga como centro la protección de la dignidad de la persona humana, frente al «tráfico vergonzoso de seres humanos, contra la vulneración de los derechos y contra toda forma de violencia, vejación y esclavitud». Trabajar juntos, dice el papa, «requiere reciprocidad y sinergia, disponibilidad y confianza».

Se lo hemos escuchado reiteradamente tanto al papa Francisco como a sus antecesores: «A la globalización del fenómeno migratorio hay que responder con la globalización de la caridad y de la cooperación». Ello implica intensificar los esfuerzos para crear condiciones de vida más humana en los países de origen, y una progresiva disminución de las causas que originan las migraciones, sobre las que hay que actuar. Implica «desarrollar mundialmente un orden económico-financiero más justo y equitativo».

Conclusión

Agradecemos su generoso trabajo a las delegaciones diocesanas, congregaciones religiosas, voluntarios, etc. Terminamos con una palabra para vosotros, los emigrantes y refugiados: queremos, que ocupéis, como nos dice el papa, un lugar especial en el corazón de la Iglesia. Deseamos que esto sea realidad en cada una de nuestras Iglesias; vosotros sois un estímulo más para que estas manifiesten su maternidad y ensanchen su corazón para hacer suyas vuestros gozos y vuestras esperanzas, vuestras tristezas y angustias. Os encomendamos a la protección amorosa de la Sagrada Familia, que, como muchos de vosotros, tuvo que superar muchos tipos de frontera, y que supo lo que es la emigración forzosa sin perder la confianza en Dios.