17 de octubre de 2008

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Al celebrar, una vez más, el DOMUND, vuelve a resonar el mandato del Señor resucitado: “Id y anunciad el Evangelio a todos los pueblos”. Desde entonces, “evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (Pablo VI). Todos somos misioneros.

Nos lo recuerda este año, dedicado a San Pablo, el lema de la jornada: “Como Pablo, misionero por vocación”. Pablo, en efecto, que es modelo de empeño apostólico, recibió la vocación de proclamar el evangelio a los gentiles. Lo hizo con una entrega admirable, hasta la muerte.

Benedicto XVI, en su mensaje, nos recuerda cómo la humanidad tiene necesidad de ser liberada y redimida: “La creación misma sufre -nos dice San Pablo- y alimenta la esperanza de entrar en la libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 19-22). La creación y la humanidad sufren anhelando un mundo mejor.

A pesar de los avances en el desarrollo económico y social, en no pocos casos -nos recuerda el Papa- la violencia marca las relaciones entre individuos y pueblos; la pobreza oprime a millones de seres humanos; las discriminaciones y, a veces, las persecuciones por motivos raciales, culturales o religiosos empujan a muchas personas a huir de sus países; el progreso tecnológico, cuando su finalidad no es la dignidad y el bien del hombre, ni está orientado a un desarrollo solidario, corre el riesgo de agudizar los desequilibrios e injusticias. Existe, además, una amenaza constante en lo que se refiere a la relación hombre-ambiente, debido al mal uso de los recursos. Incluso en los países desarrollados el respeto a la vida se supedita a otros interese egoístas.

Sabemos que el Evangelio de Jesús, cuando es acogido de verdad, cambia la vida, da esperanza e ilumina el futuro de la humanidad y del universo.

San Pablo comprendió muy bien que sólo en Cristo la humanidad puede encontrar redención y esperanza. Por eso sentía en su corazón la urgencia de anunciar el Evangelio. Era consciente de que la humanidad privada de Cristo está “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef 2, 12). “Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida” (Benedicto XVI, Spe salvi, 27).

En su encuentro con Cristo. San Pablo descubrió que la redención y la misión son obra de Dios y de su amor. El amor le empujó a recorrer los caminos del Imperio romano como heraldo, apóstol y maestro del Evangelio, del que reproclamaba “embajador entre cadenas” (Ef 6,20).

Durante dos mil años los misioneros han secundado el mandato del Señor con especial fidelidad. Nos han enseñado que el amor elimina las fronteras y que “hay más alegría en dar que en recibir”.

Los hombres tienen hambre de pan y, también, sed de Dios. Siempre tenemos el riesgo de convertir este binomio en duelo de oposición entre el hambre de pan y la sed de Dios, entre promoción y evangelización. Podemos primar la sed de Dios con tal empeño que, a nada que nos descuidemos, acabemos entendiendo la acción misionera como proclamación de la salvación eterna, sin proyección y repercusión sobre esta tierra de nuestros dolores. Y viceversa, que acuciados por el problema pavoroso del hambre, que padecen tantos hermanos del Tercer Mundo, olvidemos que el hombre tiene también necesidades de sentido, de esperanza, de salvación plena, de Dios en definitiva. Los pobres tienen el sagrado derecho de conocer al Dios de la esperanza, el único bien gratuito.

Jesús nos enseñó a preocuparnos del hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, como dice el concilio Vaticano II. Y eso es lo que realizan admirablemente los misioneros con una entrega y amor sin medida. La vida del misionero, como la de San Pablo, sólo se entiende desde el amor. Por amor sigue a Jesús, por amor se embarca y se arriesga a una aventura incierta. El amor es la clave.

Nuestra Diócesis cuenta con un buen número de misioneros, hombres y mujeres, extendidos por el mundo. Alguno ejerce el ministerio episcopal en uno de los países más maltratados de África. Casi todos trabajan entre los más pobres. Ya os contaba el año pasado la impresión que causó la carta de una misionera en África: “Toda la riqueza, que hay alguna, está en manos de unos cuantos; el resto, miseria, miseria y más miseria, como arena, arena y más arena”. Y añadía: “Después de 17 años que ando pisando estas arenas me pregunto ¿cómo pueden comer la mayor parte de los que vienen a nuestros centros, donde no hay casi ninguna entrada económica?”. Y, haciendo referencia al libro del Éxodo, añadía: “Estoy en el desierto y creo en el maná”.

Y el año pasado ya os decía también a los jóvenes que la vida de los misioneros y misioneras es una invitación a salir de las trincheras del egoísmo en que nos encierra la sociedad del consumo y del hedonismo. Que veáis en las huellas de los misioneros las señales de un camino posible, que os puede hacer inmensamente felices.

Os recuerdo a todos los diocesanos que los misioneros son el don que Dios hace a nuestra Iglesia para ser fiel a su misión universal. A la vez que os invito a atizar la inquietud misionera aquí, donde ya somos país de misión, os pido que recéis por los misioneros. Somos miembros de una gran familia y la oración es la savia común. Con nuestra oración acompañamos su camino y nos hacemos nosotros mismos peregrinos del Evangelio. Y os invito a ayudarles con toda generosidad. Vuestras aportaciones se convierten en recursos multiplicados en manos de los misioneros. ¡Muchas gracias!