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3 de julio de 2016

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En la fiesta de San Cristóbal y en el inicio de las vacaciones de verano, desde la Comisión Episcopal de Migraciones de la Conferencia Episcopal Española, el Departamento de la Pastoral de la Carretera nos envía el mensaje para el Día de la Responsabilidad en el Tráfico, que celebramos hoy.

“Continuamente, en este Año Jubilar de la Misericordia, el papa Francisco nos habla de la misericordia. También, en la Pastoral de la Carretera, queremos hacernos eco de las palabras del papa y proclamar, con el Señor, por todas nuestras carreteras y calles: «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia».

Escuchar en nuestras calles y carreteras esta proclamación de la bienaventuranza por parte del Señor nos llena de alegría y nos compromete a vivir en consecuencia. «Estamos llamados a vivir de misericordia –nos dice el papa Francisco- porque a nosotros, en primer lugar, se nos ha aplicado misericordia. El perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso», porque «el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón» (MV, n. 9). La experiencia personal de la misericordia por parte de Dios nos lleva a ser misericordiosos con los demás al modo como Dios lo es con nosotros.

A todos nos gusta que los demás sean misericordiosos, indulgentes, pacientes y comprensivos con nosotros, a pesar de nuestros fallos y faltas. Ello debe llevarnos a ser humildes, a reconocer que perfecto solo es Dios y a ser misericordiosos con los demás, si queremos alcanzar misericordia.

En la carretera o en la calle, en el coche o como peatones, no podemos perder los modales y ser jueces inmisericordes con todos los que se cruzan en nuestro camino y hacen -o dejan de hacer- una maniobra o adoptan una actitud inadecuada. Todos hemos sido testigos, o protagonistas, alguna vez, de insultos o discusiones entre conductores por motivos, que, con un poco de paciencia, comprensión y educación, habrían quedado en nada.

La parábola del Buen Samaritano, que encontramos en Lucas 10, 30-37, es una magnífica manifestación de Dios misericordioso, que se revela en su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el Buen Samaritano, que se compadece, levanta y cura al hermano herido y abandonado, lo lleva a la posada y asume los costes de sus cuidados. En contraste con dos servidores del Templo de Jerusalén, que pasaron de largo, ante el hermano apaleado y despojado por los bandidos.

También hoy, por accidentes de diversa naturaleza, podemos encontrarnos con personas heridas. Ahora, como entonces, puede que muchos vayamos cada uno a lo nuestro, ocupados en nuestras cosas y problemas, deseando llegar lo antes posible a nuestro lugar de destino. Pararse a ver lo que ha pasado y a ayudar en lo que se necesite nos puede complicar la vida, perder tiempo y, a veces, dinero; así que podemos tener la tentación de pasar de largo. Pero el Buen Samaritano se compadece, se para, atiende y ayuda al herido, aunque sea a costa de su tiempo y de su dinero, y termina diciéndonos, como Jesús dijo al maestro de la Ley: «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).

El papa Francisco nos recomienda como acciones prácticas las clásicas catorce obras de la misericordia. «Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia» (MV, n. 15). Las obras de misericordia –dice en otro lugar– «nos ayudan a abrirnos a la misericordia de Dios, a pedir la gracia de entender que sin misericordia la persona no puede hacer nada» (El nombre de Dios es misericordia, p. 106).

Con frecuencia el ejercicio de las obras de misericordia está relacionado con los desplazamientos. Por ejemplo, para visitar a los enfermos, a los presos, para llevar alimentos, ropa o medicinas, para acompañar en un entierro. Por otra parte, tanto el ejercicio de estas obras corporales, como el de las espirituales, exige de nosotros disponibilidad para servir, para aconsejar, para enseñar al que no sabe, para corregir al que comete una infracción, para perdonar las ofensas que otros puedan hacernos, para soportar las molestias que otros nos originen. En su comentario, el papa Francisco, refiriéndose a las cuatro primeras obras de misericordia espiritual, se pregunta: «¿No tiene que ver, en el fondo, con lo que hemos llamado “el apostolado de la oreja”? Acercarse, saber escuchar, aconsejar y enseñar, sobre todo con nuestro testimonio» (El nombre de Dios es Misericordia, p. 107).

Desgraciadamente, la carretera va asociada a la muerte de bastantes centenares de personas que anualmente pierden la vida en un accidente de tráfico. La última obra de misericordia espiritual es: «Orar a Dios por los vivos y difuntos». En nuestros desplazamientos, hay tiempo para todo, también para pedir a Dios por nuestra familia, por nuestras necesidades, por las necesidades de otras personas, por los vivos y por los difuntos. O, sencillamente, para darle gracias por su ayuda y misericordia”.