1 de abril de 2015

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Queridos hermanos sacerdotes, diáconos religiosos/as y laicos, queridos seminaristas. Os saludo a todos con afecto, alegría, gratitud.

La Misa Crismal, en la proximidad del Jueves Santo, es siempre una celebración esperada. Hoy, aquí, se manifiesta particularmente lo que es la Iglesia diocesana: Presbíteros, religiosos y laicos, encabezados por el Obispo, congregados, como familia de la fe, en torno a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía. ¡Gracias por vuestra presencia! Recordamos a los hermanos ausentes por enfermedad o por distancia: A D. Alberto, que está espiritualmente presente, y a nuestros misioneros. Recordamos con gratitud a los que nos dejaron para ir a la casa del Padre y, cómo no, a quienes fueron compañeros de presbiterio y que, luego, emprendieron otro camino en la vida.

Doy gracias a Dios por todos y cada uno de vosotros y de vuestros carismas, frutos del mismo y único Espíritu. Entre todos hacemos esta realidad plural y concorde. Y a cada uno le reconocemos con un don de Dios para los demás hermanos en la fe.

El texto de Isaías, que Jesús proclamó en la sinagoga de Nazaret, encontró su cumplimiento pleno en Él, el Ungido por excelencia. Pero se cumple también en cada uno de nosotros, miembros todos de este pueblo sacerdotal, ungidos por el mismo Espíritu, enviados en la misma misión, para «llevar la Buena Noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para cambiar su ceniza en corona, su traje de luto en perfume de fiesta, su abatimiento en cánticos Vosotros os llamaréis sacerdotes del Señor, ministros de nuestro Dios».

En el mismo sentido van las palabras alentadoras del Apocalipsis: Jesús es «el testigo fiel, El Primogénito de entre los muertos, el que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados por su sangre y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre».

Jesús, al hacer suyo el texto de Isaías, afirma la primacía y la eficacia del Espíritu, que unge su humanidad, la penetra, la invade en su ser y en su obrar, en su misión liberadora. Ese mismo Espíritu unge a todo el Pueblo de Dios, y nos unge con una singular unción a obispos, presbíteros y diáconos en el sacramento del Orden, configurándonos con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la lglesia (Cf. PDV 21).

Hermanos presbíteros: la Misa Crismal nos traslada al Cenáculo, la «sala grande» en el piso de arriba (Lc.22, 12). Hemos nacido de la Eucaristía. Estamos allí, apiñados en torno a Jesús, observando con atención cada uno de sus gestos, recogiendo en el corazón cada una de sus palabras: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer. Tomad y comed. Tomad y bebed. Haced esto en memoria mía”.

En la proximidad del Jueves Santo estas palabras nos recuerdan nuestras raíces más hondas, ese rescoldo sobre cuyas brasas deseamos que vuelva a soplar el Espíritu para que sea llama viva que ilumine y caliente a nuestros hermanos: «Reaviva la gracia que recibiste por la imposición de mis manos», decía Pablo a Timoteo.

En nuestra pobre humanidad quiere Jesús prolongar la suya. Tal identificación nos exige encarnar en nuestras pobres entrañas sus entrañas de Buen Pastor. Y no olvidemos: El Jueves Santo, además de confiarnos la Eucaristía, el Señor nos entrega también a cada uno una toalla y una jofaina para que sigamos lavando los pies cansados y heridos de nuestros hermanos. «Oficio de amor», de servicio, es el nuestro.

Entorno a la mesa del altar, junto al pan y el vino, habrá enseguida aceite abundante en las ánforas. El vino y el aceite fueron la medicina del Buen Samaritano para curar las heridas del caído al borde del camino. Jesús también tuvo heridas. «Sus heridas nos han curado», leemos en la primera carta de Pedro. Los óleos tienen que ver con esa unción sagrada que Dios vierte en nuestras heridas abiertas y en nuestras cicatrices no curadas.

Óleo para los enfermos: para curar de todas las dolencias que ponen a prueba la esperanza y el amor: óleo que pone suavidad y quita rigidez a nuestros endurecimientos ante Dios y ante los hermanos. Óleo para los catecúmenos, que necesitan fortaleza para emprender el camino nuevo del seguimiento de Jesús. No olvidemos que, aunque bautizados, muchos seguimos siendo necesitados crónicos de conversión.

Crisma con el que somos ungidos por el Espíritu como templos suyos y como pueblo sacerdotal en el bautismo, con el que somos fortalecidos para el testimonio en la confirmación. Crisma que nos configura a los presbíteros con el que es cabeza, pastor y guía de la comunidad y nos capacita para hacerle presente y actuar en su nombre. El Santo crismas se hace con aceite y bálsamo aromático: Como buenos pastores hemos de «oler a oveja». Irradiemos también, como el Santo Crisma con que fuimos ungidos, el buen olor de Cristo.

Pensamos en los catecúmenos, en los niños o adultos que van a ser bautizados, en los adolescentes, jóvenes o adultos que van a ser confirmados. La Misa Crismal nos remite también a la iniciación cristiana. Que el Señor nos ayude a no quedarnos en la superficie de la formación; que encontremos la pedagogía pertinente para que la iniciación sea genuina, clara, sencilla y básica; que eduque evangélicamente la cabeza y el corazón. Sólo así podrá el cristiano resistir los envites del oleaje del materialismo ambiente.

Queridos hermanos que nos acompañáis: Aquí estamos, jóvenes y ancianos, casi al pleno, el presbiterio diocesano para renovar los compromisos de nuestra ordenación. Del cenáculo podíamos trasladarnos mentalmente a la orilla del lago, cuando está amaneciendo y vernos allí, quizá con la barca vacía después de haber pasado la noche bregando. Vernos con nuestro cansancio y nuestros fracasos bien sentidos y, tal vez, con la desesperanza a punto de apoderarse de nuestro corazón. Quizá estemos, como Pedro, con nuestro pecado, con nuestras traiciones, negaciones y abandonos. Jesús resucitado nos invita a seguir echando las redes. Y nos pregunta si le amamos. Esa es la clave. La fuerza de nuestro ministerio se sustenta en su amistad y en una confianza inquebrantable en su amor. El compromiso que en esta mañana renovaremos se resume en un compromiso de amistad con Jesucristo. Respondamos con la humildad de Pedro: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te queremos. Aquí estamos dispuestos a ir donde se nos necesite». Y volvamos a escuchar con la novedad del día de nuestra ordenación: «Apacienta mis corderos, cuida mis ovejas. Sigúeme».

Estamos viviendo tiempos recios, duros. Hay que avivar la llama de la fidelidad. Nuestros pueblos tienen el derecho de reclamar de nosotros que seamos referentes morales. Y esto por misión, y porque sabemos cómo sobre nosotros se ha sembrado, a voleo, injustamente en muchos casos, la sospecha, y cómo se ha generalizado la desconfianza. Esto debería mantenernos alerta y orientarnos en la dirección exacta que no es otra que la de asirnos, como sarmientos, al que es la Vid nutricia de nuestra existencia sacerdotal.

Gracias a Dios sois muchos, queridos laicos y religiosos que nos acompañáis, los que todavía confiáis en nosotros y en nuestro ministerio. Por eso queremos que nos oigáis renovar con alegría nuestro compromiso de seguir incondicionalmente al Señor como presbíteros de esta Iglesia de Albacete. Hay aquí sacerdotes con más de cincuenta años de ministerio, gastado día a día y en silencio. Esas espléndidas historias no ocuparán ni una línea en los periódicos, ni merecerán siquiera un minuto de atención de los medios de comunicación. Aquí estamos, sostenidos por la amistad de Jesús y el aliento del Espíritu por el que nacimos a la vida presbiteral.

Queridos hermanos sacerdotes: Os agradezco de todo corazón vuestra generosidad, vuestros trabajos y vuestras fatigas. Y como un gesto más de esa generosidad os pido perdonéis también mis muchas omisiones e incoherencias.

Nunca ha sido fácil ser sacerdotes de cuerpo entero, santos. No lo es en este tiempo y en este mundo en que el Señor nos ha puesto para pastorear a su pueblo. Pero a este tiempo y a este mundo queremos amarlo con todo el corazón. Eso sí: los tiempos reclaman de nosotros que seamos testigos de fe vigorosa, de esperanza alegre y firme, de amor coherente y fiel.

En los próximos días vamos a celebrar los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor: Contemos con su muerte para no hacernos ilusiones con un ministerio hedonista, romántico. Contemos con su resurrección para que las dificultades no nos hundan en el pesimismo. Olvidemos todo lo que nos pudiera separar o dividir. Y permitidme que os recuerde en este día que, sin laicos corresponsales, enriquecidos por una fuerte experiencia de Dios y un amor limpio a la Iglesia, poco podremos hacer. Nuestras horas más fecundas, a la larga, son seguramente las que dedicamos a acompañarlos como hermanos. Lo mismo quiero afirmar de nuestros hermanos y hermanas de la vida consagrada, que, como estamos recordando este año, constituyen, seguramente, una de las mejores joyas que el Señor ha regalado a nuestra Iglesia.

Nos acompañan los seminaristas. Un modo necesario de hacer presbiterio es orar y trabajar para suscitar vocaciones, invitando con sencillez a los jóvenes a seguir a Jesús en la vida sacerdotal o en la vida religiosa. Es el mejor modo de agradecer al Señor nuestra vocación: asegurar el relevo.

Hermanos laicos y hermanas religiosas: El Señor prometió dar pastores a su pueblo. Aquí están. Volvemos a las parroquias provistos con el óleo del consuelo y el crisma que consagra y fortalece. Rezad por nosotros. Pedid cada día al Señor que envíe obreros a su mies.

¡Gracias por vuestro cariño, que, como sabéis, es recíproco!. Amen