7 de enero de 2016
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Queridos hermano D. Victorio, sacerdotes, diáconos. Querida familia de D. Alberto. Hermanos todos.
En la Eucaristía celebramos siempre la pascua del Señor. Hoy queremos celebrar, con la Pascua del Señor, la pascua de nuestro hermano Alberto, su paso de la muerte a la vida.
En la primera lectura proclamada, se nos ofrece, con lenguaje poético, una visión de vida y de esperanza. El lenguaje simbólico y el poético son seguramente los más aptos para expresar lo inefable.
El libro de consolación que es el Apocalipsis, después de hablar de lo dramático de la existencia, de la lucha que ya se libraba contra los cristianos cuando se escribía el libro, y de la permanente lucha que se ventila en la historia entre la luz y las tinieblas; después de habernos presentado, cabalgando por este mundo, a los jinetes del hambre, de la violencia, del mal…, al final nos ofrecía una visión luminosa: «Un cielo nuevo y una tierra nueva».
El proyecto del Dios, que es Amor, que es un proyecto nupcial, de alianza, se hace definitivamente realidad: «Vi la ciudad santa que descendía del cielo preparada como una novia que sea adornado para su esposo. Y oí una gran voz que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará con ellos, y ellos serán su pueblo, y el con ellos será su Dios. Y enjugará las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor. Y dijo el que estaba sentado en el trono: Ahora hago nuevas todas las cosas». Estamos seguros de que esto se ha cumplido ya en nuestro hermano. Así se lo pedimos al Señor.
La mañana del pasado día 3 de enero nos sorprendía con la noticia de la muerte de nuestro querido D. Alberto, que residía, como saben, en la casa sacerdotal de Albacete. Aunque él prefería haber sido enterrado en Albacete, fue deseo del Sr. Arzobispo de Madrid que lo fuera en allí, en la Colegiata de San Isidro, que hizo de Catedral hasta la consagración de la catedral de la Almudena, donde están enterrados otros obispo y arzobispos de Madrid, entre ellos el cardenal Tarancón.
D. Alberto nació en Albacete el 4 de enero de 1923. En una edad adulta tuvo lo que él llamaba su conversión, que le llevaría a pasar de trabajador de la Banca, con un brillante porvenir humano, al seminario para vocaciones tardías del Salvador de Salamanca. Fue ordenado sacerdote el 13 de julio de 1958. Ocupo el cargo de ecónomo de San Pedro durante un año. Siempre adujo con orgullo el haber sido párroco rural. Pasó luego a servir como formador en el Seminario Mayor de Albacete, hasta el 22 de octubre de 1972, en que fue ordenado para obispo auxiliar del cardenal Tarancón en la Archidiócesis de Madrid junto también con D. Victorio. En la conferencia episcopal fue miembro sucesivamente de las comisiones de liturgia y migraciones. De esta última fue elegido presidente en 1978. La enfermedad le empujó a pedir la jubilación y, casi desde entonces, salvo una temporada en el Monasterio de Poblet, ha residido en el Seminario o en la Casa sacerdotal de Albacete.
Mientras se lo permitió la salud, aceptaba la invitación a dirigir Ejercicios espirituales, a impartir conferencias en no pocas diócesis de España. Me consta del cariño que le profesaban los obispos españoles. Cuando le faltaron la fuerzas, ejerció su ministerio episcopal haciendo realidad aquello de san Juan de la Cruz: » Mi alma se ha empleado,/ y todo mi caudal en su servicio;/ ya no guardo ganado,/ ni ya tengo otro oficio/ que ya sólo en amar es mi ejercicio».
Amar y amar mucho ha sido la vida de D. Alberto. Amar durante su vida sacerdotal y episcopal, amar en sus años de ancianidad y desvalimiento. Amor a Jesucristo: Cuántas horas ante el sagrario desde su rincón en la capilla de la casa sacerdotal. «Ha muerto un buen puntal de la Diócesis», me decía uno de nuestros misioneros desde Guatemala.
Amor incondicional a la Iglesia. Recuerdo que a algún entrevistador que le preguntaba que cómo él, hombre crítico, no había dejado la Iglesia, le respondía más o menos así: ¿Qué me dice? Yo era un pecador, como un pobre perrillo abandonado, sin clase ni pedigree, y la Iglesia me acogió, me formó, me dio el conocimiento de Cristo y todo lo que soy sin merecerlo. Lo justo sería preguntarse cómo esta Iglesia me soporta a mí».
Amor a sus hermanos los hombres, sobre todo a los pobres y marginados. La fe de D. Alberto era una fe que se traducía en sensibilidad ante toda forma de injusticia, era una fe de compromiso profundo con la caridad. Ha vivido siempre como un pobre, y desde su pobreza incluso compartía lo más posible con obras e instituciones que atendían a los pobres.
Amor a la naturaleza, a la creación. D. Alberto era un santo, pero un santo con manías. Amaba tanto la naturaleza que le molestaba que recortáramos el césped o que se cortara alguna rosa para la capilla. Nos había pedido que no le pusiéramos flores a su muerte. Por eso sólo pusimos unas modestas macetas junto a su cadáver. Cuánto gozó leyendo la encíclica Laudato si del Papa Francisco.
Fue obispo auxiliar en una época tan apasionante como difícil. La Iglesia acaba de celebrar el Concilio Vaticano II. En España eran los últimos años de un régimen autárquico y, luego, los inicios de la transición. D. Alberto tuvo trato con todos los políticos de entonces, fueran del signo que fuera. D. Rodolfo Martin Villa, que prologó su libro «Recuerdos de la Transición», habla del trato con los obispos de Madrid (cita también a D. Victorio) en el que no faltaron, dice, momentos de tensión, siempre civilizada, y deja testimonio tanto de la excepcional calidad humana de los obispos como de la coherencia entre sus palabras y su actuación dentro de las exigencias pastorales a las que servían. Destaca en D Alberto la muy ajustada mezcla de la legendaria finezza curial con la valentía del pastor comprometido con sus ovejas, que ha aceptado todos y cada uno de los riesgos que conlleva el ejercicio del carisma profético. Y añade: «la finezza le viene, sin duda, de Roma; la valentía, de Albacete».
Decía que se había celebrado no hacía mucho el Concilio Vaticano II. D. Alberto, sin duda, en leal aplicación del Concilio, tuvo la audacia y la osadía de convocar una asamblea del Pueblo de Dios en la zona a él confiada: Vallecas, El Pozo, Entrevías, etc. Dar voz a un pueblo pobre en esas circunstancias, con un régimen como el existente, sonaba a osadía. Cuántos sufrimientos, incomprensiones y manejos. Lo de la asamblea de Vallecas sonó en todas partes, incluso fuera de España.
No era una asamblea política, sino de renovación eclesial a todos los niveles. Algunas de las cosas que más reacciones suscitaron (la reclamación del derecho de reunión, de libre asociación, de asociación sindical o de participación de todos en el control de la cosa pública) pasarían a ser derechos de todos los ciudadanos, derechos consagrados en la Constitución, unos pocos años después.
A veces se ha pretendido presentar a D Alberto sólo bajo el ángulo político; pero él fue ante todo y sobre todo obispo, pastor de la Iglesia: pastor pobre, humilde y libre. El Sr. Arzobispo de Madrid, en la homilía del funeral, se hizo eco de una anécdota de la que yo también fui testigo presencial, cuando depositábamos el féretro en San Isidro: Una anciana, acompañada de su marido y de su hija, se acercó llorando al arzobispo para decirle: «He querido que me trajeran, porque yo tenía que estar aquí esta mañana. Todo lo que sé del evangelio, me lo enseñó D. Alberto en Vallecas. El me enseñó a amar a Jesucristo».
«Apacentar el rebaño de Dios es oficio de amor» (San Agustín). Jesús, que es el verdadero y único pastor, llamó a D. Alberto y le pidió que le prestara su vida para, por ella, seguir ejerciendo su misión de pastor.
Del amor nos hablaba la última de las lecturas proclamadas. Son parte de las confidencias últimas de Jesús; de esas confidencias que tienen valor de testamento, de últimas voluntades: «Padre, este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas antes de la fundación del mundo. Estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos». He ahí el secreto del amor de D Alberto: el amor acogido de Dios haciéndose amor a los demás. Que la oración de Jesús se cumpla en D. Alberto – y en todos nosotros.
D. Alberto ha dado amor y ha recibido amor. Quiero expresar reconocimiento y gratitud a su familia, que le ha acompañado con tanto cariño siempre, pero sobre todo durante sus etapas de hospitalización, a los compañeros de la casa sacerdotal y, singularmente a D. Antonio, director de la misma, que tantas veces la ha llevado y traído a los médicos, al fiel Sabino, al personal de servicio de la casa, a todo el presbiterio que tanto habéis querido a D Alberto. Y, cómo no, a los Sres. Arzobispos y clero de Madrid, que han querido que repose entre ellos. A todos.
Hablábamos del amor. D. Alberto ha querido mucho a las Iglesias de Madrid y de Albacete, a sus obispos y presbiterios, a todo el mundo. A Don Alberto se le pueden aplicar literalmente los versos del himno con que la liturgia honra a los santos varones y a las santas mujeres: «Me di sin tender la mano/ para cobrar el favor/ Me di en salud y en dolor/ a todos, y de tal suerte/ que me ha encontrado la muerte/ sin nada más que el amor». Así ha sido. Que así sea.