17 de abril de 2019
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Con el pensamiento agradecido al Señor y el corazón lleno de gratos sentimientos, situados mentalmente en la tarde del Jueves Santo, en la Última Cena de Jesús, en la primera Eucaristía, en la llamada a ser servidores humildes a través del gesto del Lavatorio de los pies y a vivir el Mandamiento Nuevo, e inmersos en esta bella y significativa liturgia de la Misa Crismal y de nuestra renovación en ella de las promesas sacerdotales que realizamos el día de nuestra Ordenación Sacerdotal, quiero queridos sacerdotes, diáconos y seminaristas, hermanas y hermanos todos en el Señor, centrar estas palabras mías, en esta primera Semana Santa que estoy entre vosotros, en recordar y recordarme quienes somos nosotros como sacerdotes en la Iglesia de Jesucristo, cual es nuestra tarea o misión en ella, y cuáles deben ser nuestras actitudes como consagrados, de manera que nos ayuden a vivir como tales en fidelidad, santidad, entrega, servicio, humildad y gozo interior por el gesto delicado que ha tenido Dios con nosotros, por su amor y predilección.
Todos los bautizados nos podemos aplicar las palabras del apóstol San Pablo en la carta a los cristianos de Éfeso (Ef 1,3-14): “El nos eligió en Cristo, antes de la creación del mundo para que fuéramos santos e intachables ante él por el amor”. Gracias al Bautismo y a la Confirmación, todos los fieles cristianos somos “un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios” (1Pedro 2,9), “destinados a ofrecer víctimas espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo”(LG, 10). Por ello, la participación en el sacerdocio de Cristo, los fieles cristianos toman parte activa en la celebración del Sacrificio del Altar y, a través de sus tareas seculares, santifican el mundo, participando de la misión única de la Iglesia: evangelizar, anunciar el Evangelio, y realizándola por medio de la peculiar vocación recibida de Dios.
A la vez, por voluntad divina, de entre los fieles que poseen el sacerdocio común, algunos son llamados, mediante el sacramento del Orden, a ejercer el sacerdocio ministerial. Este sacerdocio presupone el anterior, pero se diferencia esencialmente de él. Por la consagración recibida en el sacramento del Orden, el sacerdote se convierte en instrumento de Jesucristo, al que presta todo su ser para llevar a todos la gracia de la Redención: “escogido de entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hebr 5,1).
Cada sacerdote es (somos) un inmenso regalo de Dios al mundo. Es otro Jesús, que, como El, pasa haciendo el bien, curando enfermedades, dando paz y alegría a las personas; es “el instrumento vivo de Cristo en el mundo” (Vat. II, LG, 12). El presta a Cristo su voz, sus manos, todo su ser. En la Misa renueva –in persona Christi– el mismo Sacrificio redentor del Calvario y hace presente y eficaz en el tiempo la Redención obrada por el Señor.
A través de la persona y el ministerio del sacerdote, es Jesucristo quien actúa. En la Misa es Jesucristo quien cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre; es el propio Jesucristo quien, en el sacramento de la Penitencia, pronuncia a través del sacerdote la palabra autorizada y paterna: “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”; es Jesucristo quien habla cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio en su Nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Y es el propio Jesucristo, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de sus sacerdotes, quien cuida a los enfermos, a los niños, a los ancianos y a los pecadores. Su identidad esencial: actuar in persona Christi, se tiene que manifestar imitando a Jesús en una vida sencilla, austera y santa; y en una entrega sin límites a los demás. Hermosa y gozosa responsabilidad la nuestra.
Dios toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de los demás hombres, sus hermanos, y le confiere una nueva personalidad. Y este hombre elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es solo en determinadas ocasiones, como cuando está realizando una función litúrgica, sino que lo es siempre y en todos los momentos; lo mismo al ejercer el oficio más alto y sublime, como en el acto más vulgar y humilde de la vida cotidiana. Qué gran responsabilidad la nuestra y qué gozo al vivirlo.
Los sacerdotes son (y somos) como una prolongación de la Humanidad Santa de Cristo, pues a través de nosotros se siguen produciendo en las personas los mismos milagros que realizó el Señor a su paso por la tierra: los ciegos ven, las personas sin fe comienzan a creer, quienes apenas podían andar por sus fallos y circunstancias de su vida, recuperan sus fuerzas y comienzan a dar pasos firmes en el seguimiento de Jesucristo; los que estaban adormecidos en la vida espiritual recuperan la vida de la gracia en el sacramento del Perdón.
La vocación al presbiterado arraiga y encuentra su razón de ser en Dios, en su designio amoroso de comunicarse y salvar a todos los hombres. Como recuerda el Concilio Vaticano II, esta llamada sólo se comprende dentro de la Iglesia, Pueblo de Dios, pues los presbíteros han de vivir toda su vida como una respuesta a esta misión de servicio a la voluntad salvífica de Dios (LG, 17).
Y es en la realidad sacramental de la Iglesia, misterio de comunión para la misión, donde se manifiesta con claridad la identidad específica del sacerdote y de su ministerio. Así nos los recuerda san Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica “Pastores dabo vovis”: «El presbítero, en virtud de la consagración que recibe con el sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo, se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu Santo al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo» (PDV, 12).
Y los presbíteros están vinculados sacramentalmente al ministerio de los obispos sucesores de los Apóstoles y, a través de ellos, al de Cristo: «El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo. Por lo cual, el sacerdocio de los presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por un sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza» (PO, 2c).
Los sacerdotes, por el sacramento del Orden, son enviados para estar al servicio de la Iglesia en su misión de ser instrumento de salvación para todo el mundo. Por ello, los sacerdotes no son unos delegados de la comunidad, pues su sacerdocio ministerial conlleva una especial configuración con Cristo. Por la ordenación sacerdotal los presbíteros reciben una nueva efusión del Espíritu Santo quien los sella con un carácter sacramental propio, los conforma y anima con la caridad del Buen Pastor, y los consagra para disponerlos totalmente y para siempre al servicio de la misión de Jesucristo.
Nos sigue recordando la Exhortación papal que los presbíteros son “llamados” por Dios en una comunidad eclesial. Son elegidos, llamados, pero no separados de sus hermanos. Acogen la llamada como un don, en un diálogo de gracia entre Dios y el hombre, que continuará ininterrumpidamente a lo largo de toda la vida. Al recibir la vocación sacerdotal, como don de Dios para la comunidad cristiana y para ellos mismos, servirán en el ministerio con gratuidad, pues gratis lo recibieron, y procurarán crecer en su vocación día a día. La vocación al sacerdocio genera en el llamado la «conciencia agradecida y gozosa de una gracia singular recibida de Jesucristo: la gracia de haber sido escogido gratuitamente por el Señor como instrumento vivo de la obra de salvación» (PDV, 25), como signo del amor de Cristo al sacerdote. Un amor libre y precedente de Jesús que reclama la respuesta agradecida del ministro en forma de amor y servicio a Dios en Cristo y a su Iglesia.
Los presbíteros son “consagrados” por la unción del Espíritu Santo para representar a Cristo ante la comunidad, quedan constituidos en instrumentos vivos de Cristo y participan de su autoridad (Mt 10,1; 28,18; Mc 3,15; Lc 9,1) como un servicio para la edificación de la Iglesia (PO 2; 12; CIC 1008; PDV 16; 22). Así pueden actuar en el nombre y en la persona de Cristo Cabeza ante la Iglesia y en nombre de toda la Iglesia ante Dios (PO 2,c; LG 10: PDV 16; 22).
Los presbíteros son “enviados” por Cristo a todos los hombres para anunciar el Evangelio; confían en Dios Padre en el ejercicio de su misión; creen en Jesús viviendo lo que anuncian, y se dejan conducir por el Espíritu Santo, para testimoniar a todos los valores del Reino de Dios.
Con la llamada de Dios para la misión y el ministerio presbiteral, el sacerdote recibe, por el sacramento del Orden, una vocación específica a la santidad de vida que “queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y que se compendian en su caridad pastoral” (PVD 20,b). La sacramentalidad del ministro ordenado le capacita para acoger y ejercitar la vida según el Espíritu de una manera específica que se fundamenta en la identidad recibida en la ordenación. Los presbíteros están llamados a «prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado» (PDV 15).
Por ello, en la vocación, la consagración y la misión del sacerdote se fundamenta la espiritualidad de los presbíteros diocesanos, por el influjo del Espíritu Santo. Como vocación específica a la santidad contiene una nueva consagración por la que los presbíteros son configurados con Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia. Los sacerdotes se santifican de manera propia a través del ejercicio de su ministerio, vinculados al obispo, al presbiterio y a la comunidad cristiana. Los presbíteros reviven la caridad pastoral de Jesucristo que es, a la vez, fuente de su entrega. El Espíritu Santo es fuente de santidad en la vida espiritual de los sacerdotes, porque anima y vivifica su ministerio con los dones y virtudes que se compendian en la caridad pastoral, y fortalece sus virtualidades en el proceso de identificación con Cristo Pastor. Esta presencia vivificadora del Espíritu Santo se actualiza cada día en la oración, para evitar de esa forma los riesgos de la mediocridad y la rutina. De esta forma, «la santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso de su ministerio» (PO 12,c).
Que el Señor que nos ha llamado a ser “otros Cristos”, con la intercesión y ayuda de nuestra madre del cielo, Nª Sª de los Llanos, nos conceda esta gracia y el regalo de muchos y santos seminaristas, futuros sacerdotes.