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23 de diciembre de 2014

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos hermanos y hermanas:

La liturgia, las postales navideñas, el encantador lirismo de los villancicos populares y las luces de colores que ornamentan las calles nos recuerdan que es Navidad.

Pero, ¿no es verdad que la Navidad que se nos anuncia es casi exclusivamente una Navidad comercial? No empezaremos a entender lo que es Navidad hasta que no se apodere de nosotros el asombro de que el Dios inefable haya tomado carne de nuestra carne; hasta que, superado el escándalo, lo reconozcamos como tal en el niño recostado en un pesebre, “porque no había sitio para ellos en la posada”. En Navidad Dios tiene rostro humano para que el hombre tenga rostro divino.  

Para entender la Navidad tenemos que volver a sentir en el silencio del corazón, como un volteo de campanas, el anuncio jubiloso de los ángeles: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”. Empezamos a entender la Navidad cuando descubrimos que ese “hoy” transciende el tiempo, quiere hacerse realidad en cada corazón, en cada familia, en nuestro mundo.

A la Iglesia le toca repetir esta Buena Nueva, y hacerlo sin altanería, con la sencillez de quien lo ha recibido como gracia; anunciarlo incluso en un mundo descreído, distraído o cerrado; en un mundo que, a medida que se cree más autosuficiente, tanto más deja al descubierto sus vacíos y su desconcierto.

La Navidad proclama, desde la fragilidad inerme de un Niño, que hay salida para el dolor y la violencia; que hay una fuente de vida nueva al alcance del hombre; que se ha abierto una ventana a la esperanza. La cueva de Belén no tiene puertas, es accesible a cualquiera. Basta con llevar, como los pastores, un poco de sencillez en el zurrón del alma y capacidad de asombro en los ojos.

¡Dichosos nosotros si logramos vivir la verdadera Navidad! Lo digo porque hay quienes están empeñados en ahogarla, en acallar su mensaje o enturbiarla a golpes de despilfarro y frivolidad. No confundamos la Navidad con la vanidad, aunque tengan la mismas letras ¡Dichosos nosotros si la vivimos de verdad! Nos hará más humanos, más libres, más fraternos y sencillos, más verdaderos y justos, más acogedores y misericordiosos.

La verdadera Navidad abre los ojos y ablanda el alma para ver que hay muchos hermanos en nuestro mundo que lo están pasando mal, sufren mucho, mueren de hambre; que son numerosos los emigrantes que se juegan la vida buscando un futuro mejor para ellos y los suyos; que hay soledades, sufrimientos y pobrezas severas muy cerca de nosotros. Todos esperan explícitamente o a su manera que en su vida sea Navidad.

Deseo una verdadera y feliz navidad a todos:

A los niños, los que tenéis casa y los niños de la calle en aumento cada año, también a los niños emigrantes, que nos recordáis a Jesús niño, emigrante forzoso en tierra de Egipto.

¡Felicidades a los jóvenes, especialmente a los empeñados en revitalizar la pastoral juvenil en nuestra Diócesis!

¡Felicidades a los que formáis una familia parecida a la familia de Nazaret!

¡Feliz Navidad a los ancianos, que sois sabiduría y experiencia!; que la Navidad os envuelva con el rocío del cariño, con la compañía y la comprensión de los vuestros.

¡Feliz Navidad para los enfermos e impedidos, para todos los que sufrís en el cuerpo o en el alma, para los privados de libertad!

¡Feliz Navidad a los de casa, a los que frecuentáis la comunidad eclesial y también los que os habéis alejado, pero que tenéis las puertas siempre abiertas! ¡Feliz Navidad a los miembros de otras confesiones cristianas o de otras religiones!

Permitidme que envíe una especial felicitación a los miembros de la vida consagrada en este año a ellos dedicado: Sois una de las mejores riquezas de la vida diocesana. ¡Que la Navidad y el Año Nuevo os traigan el aguinaldo de nuevas vocaciones!

¡Felicidades, Paz y buen Año Nuevo a todos!