30 de marzo de 2007
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Comienza la Semana Santa. Los cristianos durante estos días nos encaminanos hacia la luz de Dios, unidos a Jesucristo que muere por amor, que se hunde en el abismo del mal, para darnos vida para siempre. Durante esta semana acompañamos a Jesús en su camino.
El Domingo de Ramos entramos con Jesús en Jerusalén, y lo aclamamos. Sabemos que su vida acabará ante los ojos de todos con el fracaso de la cruz. Pero los cristianos hoy afirmamos nuestra fe: el camino de Jesús conduce a la vida para siempre.
El Jueves Santo lo acompañamos en el cenáculo, con sus discípulos. Allí contemplamos cómo les lava los pies, como signo de su entrega total. Y luego recibimos el don de la Eucaristía, el sacramento de su presencia viva en medio de la comunidad de sus seguidores.
El Viernes Santo nuestros ojos se fijan, con dolor y agradecimiento a un tiempo, en aquel hombre destruido, que ni hombre parecía: Jesús, torturado y destrozado por los pobres de este mundo, muere en la cruz. Nosotros permanecemos en silencio ante él, conmocionados por su suplicio. Y, más que nunca, reafirmamos nuestra voluntad de seguirle. Porque la cruz de Jesús es nuestra única esperanza.
La Noche de Pascua es la fiesta más grande del año. Jesús, muerto por amor, vive para siempre. Jesús ha resucitado. Su camino es, realmente, el camino de la vida. Nada nos separará de su amor. El sábado, reunidos con nuestros hermanos y hermanas, reunidos con toda la Iglesia, renovamos nuestro bautismo y nos sentamos en la mesa de la Eucaristía, para vivir unidos con Jesús para siempre.
Y así comienza el Tiempo de Pascua, el tiempo en honor de Jesús Resucitado, el tiempo de vivir la alegría de ser cristianos, el tiempo de transmitir la fuerza del amor, el tiempo de poner concordia y buena voluntad a nuestro alrededor, el tiempo de mostrar con respeto y cariño nuestra fe, el tiempo de ponernos decididamente a favor de los pobres, el tiempo de vivir a fondo el Espíritu que Jesús nos ha dado.