8 de septiembre de 2015

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EL OBISPO DE ALBACETE

 SOLEMNIDAD DE NUESTRA SEÑORA DE LOS LLANOS

Patrona de la ciudad y la Diócesis de Albacete

Homilía del Sr. Obispo, Mons. Ciriaco Benavente Mateos

Santa Iglesia Catedral de Albacete
Martes, 8 de septiembre de 2015

Queridos hermanos todos:

La Virgen de los Llanos está en los orígenes de la Feria de Albacete; a su sombra nació, y como Feria en honor de Nuestra Señora de Los Llanos fue confirmada hace más de tres siglos. Las cosas son así y es bueno recordarlo. Fieles a esta tradición centenaria, ayer tarde, con la cabalgata que cerraba la Virgen, la apertura del recinto ferial y la entronización de la imagen de Nuestra Señora en su capilla, comenzaba la Feria. Un pueblo en fiesta es siempre una realidad bella. Pero, como he dicho tantas veces, la fiesta es especialmente bella y hermosa cuando se hace en torno a la Santísima Virgen. En presencia de la madre, los hijos nos reconocemos como hermanos. La Virgen, como buena Madre, siempre hace familia y hace pueblo.

La liturgia de la Iglesia celebra hoy la fiesta litúrgica de la Natividad de la Stma. Virgen. Al resguardo de cualquier mirada, un buen día, de las entrañas de una mujer israelita, a la que los evangelios apócrifos y la tradición dan el nombre de Ana, la abuela Ana, nacía la niña María. Había empezado la cuenta atrás para el suceso más importante de toda la historia humana: la encarnación del Hijo de Dios que, andando el tiempo, se realizaría en las entrañas de la que ahora nacía. Dios empieza a preparar a la que será su Madre; quiere que esa luz de vida -toda vida es portadora de luz- que ahora nace de las entrañas de Ana, ilumine un día al mundo entero: «Tu luz nos hace ver la luz», dice el salmo 35.

El nacimiento de Maria fue como la tenue claridad de la aurora que anunciaba la posterior aparición del sol: «De Ti nacerá el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios», canta emocionada la liturgia. Y el genial Lope de Vega: «Hoy nace una clara estrella,/ tan divina y celestial,/ que con ser estrella, es tal,/ que el mismo Sol nace de ella./ El alba más clara y bella no le puede ser igual,/que, con ser estrella, es tal,/ que el mismo Sol nace de ella ./ Nace en el suelo tan bella/ y con luz tan celestial/ que, con ser estrella, es tal,/ que el mismo Sol nace de ella».

No estamos ante una moda o una costumbre pasajera. Desde siempre la Iglesia ha venerado a Maria, se ha postrado ante ella, ha pedido su maternal intercesión y, sin duda, ha experimentado sus favores. Hace unos años, en los trabajos arqueológicos que se realizaban en un antiguo cementerio romano apareció una pequeña tumba del siglo IV. Era de un niño con el curioso nombre de Mago, que vivió poco, murió con apenas seis años, cuando la vida comienza a florecer. Sobre su tumba, los arqueólogos encontraron una inscripción latina, colocada por sus padres, que traducida dice así: «Pequeño Mago, has dejado tu mamá de la tierra y has partido junto a María, la Madre de la Iglesia. Por eso, nosotros, tus queridísimos padres, no tenemos motivos para entristecernos por ti y queremos enjugar nuestras lágrimas». Es un precioso testimonio de cómo los cristianos hoy y siempre hemos mirado a María, la que engendró al Primogénito, como nuestra Madre del cielo, primicia de los creyentes, la primera redimida, la primera cristiana, la primera criatura a quien el Señor llamó para que estuviera junto a él, en cuerpo y alma, en su reino.

El plan salvador de Dios sobre la humanidad ha pasado a través de María, mediante un doble juego. Por una parte, la propuesta de Dios, gratuita, misteriosa, imprevisible, creadora. Y por otra, la respuesta de María, libre, generosa, a aquel misterio de la maternidad que inundó toda su vida: «Hágase en mí según tu Palabra».

María, la luz que hoy se nos enciende, nos va a acompañar en adelante; va a iluminar a la humanidad en su camino. Y lo va a hacer de un modo discreto, sin llamar la atención, invitándonos a mirar al que es la Luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mudo, Cristo Jesús; enseñándonos a acoger su Palabra, a seguirle con fe viva y amar a todos nuestros hermanos.

Nuestra piedad y el noble deseo de honrar a la Santísima Virgen y de agradecer su solicitud maternal nos ha acostumbrado mal. Nos la imaginamos y le damos figura en cuadros e imágenes como una reina. Le hemos quitado el delantal de andar por casa y la hemos vestido con precisos mantos y coronas. Pero el Evangelio nos presenta una imagen bien distinta de María. La muchacha de Nazaret, comprometida con un joven de la aldea llamado José, se parecía mucho a las mujeres de su tiempo: una casa modesta que ordenar, el pan escaso en la artesa, una fuente a donde había que ir cada día a buscar el agua, hacer la colada sin lavadora automática, cocinar sin el horno micro-hondas… Luego, tras la Anunciación y su sí incondicional al proyecto de Dios, su vida se hará grande en el misterio de Dios, pero no en el trajín diario. Enseguida tendrá que enfrentarse a vivencias tan dolorosas como para poner a prueba su fe: el nacimiento del hijo en una gruta, el exilio forzoso para salvar al niño, como ocurre hoy con tantos niños de Irak, de Siria o de otros lugares, de la violencia o del hambre. Luego verá partir a su Hijo porque se debe a una misión que viene de muy alto; y más tarde el reencuentro al pie de la cruz y la soledad infinita del sábado santo.

Luego vendrá la resurrección de Jesús, Pentecostés y el nacimiento de la Iglesia. La que dio a luz al Primogénito se convierte en Madre de la Iglesia, madre nuestra, madre de gracia y salvación.

Nuestra Madre María es la creyente que ha asentado su vida sobre el cimiento de la fidelidad de Dios, y por ello ha encontrado en Cristo, su Hijo, la firmeza de una vida que se hace canto agradecido y liberador en el Magníficat. Merece la pena vivir arraigados en Cristo, y mantenerse firmes en su Palabra que da Vida.

Dios tiene un proyecto para cada uno de nosotros. Un proyecto que como en María, no está circunscrito solo a la vida terrena, sino que abraza el pasado y el futuro. Porque un proyecto humano para que sea plenamente bueno es necesario que abarque todo: lo alto y lo bajo, el presente y el futuro, lo temporal y lo eterno.

Dice un gran poeta (Thoms Young) que «construye demasiado bajo, quien construye bajo las estrellas».

Queridos hermanos y amigos: Necesitamos reavivar nuestra fe para regenerar la vida personal y social. En un documento reciente de los obispos españoles – «»La Iglesia y los pobres»- decíamos que “en el fondo de la crisis personal, familiar, económica y social está el empobrecimiento espiritual. El talante personal y el comportamiento moral de las personas están dañados por la indiferencia religiosa, el olvido de Dios o la despreocupación por la cuestión sobre el destino trascendente del ser humano. No se puede olvidar que la personalidad del hombre se enriquece con el reconocimiento de Dios que sostiene nuestra dimensión ética, nos impulsa al amor a todo hombre, haciendo de la caridad fraterna la señal distintiva de su seguimiento”.

No son pocos los cristianos que están olvidando su condición de bautizados, que aunque pidan el bautismo o la primera comunión para sus hijos viven como si Dios no existiera. El porcentaje se dispara en las jóvenes generaciones.

Pensadlo bien. Las grandes ideologías del siglo pasado pretendieron construir un mundo sin Dios, incluso contra Dios, y acabaron construyendo verdaderos infiernos. Hoy parece que vuelve a estar de moda eliminar la idea de Dios de la mente y del corazón de los nuestros, especialmente de las nuevas generaciones, donde es menos sólido y más frágil. Y también se ofrece un estilo de vida donde todo, o casi todo, vale. Seguramente ya estamos viendo algunos resultados. Sois libres. Pero permitidme que os diga que nuestra Iglesia, a pesar de sus pecados – porque está hecha de gente como vosotros y como yo- es depositaría del proyecto más bello, más regenerador y liberador, un proyecto para el presente y el futuro. Los santos, que son quienes lo han hecho vida en su vida, son la prueba más fehaciente de ello. Ahí tenéis a Sta. Teresa de Jesús. El mismo Espíritu que realizó la Encarnación en María y llenó de fuerza evangelizadora a la comunidad apostólica, gime, como dice san Pablo, anhelando que le dejemos irrumpir en nuestra vida y en nuestra historia, en la tuya y en la mía, para inaugurar una aurora de fuego y de luz que ya no tendrá ocaso.

Miremos hoy a Nuestra Señora de los Llanos, la mujer del «fíat», del sí incondicional a Dios. Ella nos vuelve a decir en voz baja, al corazón de cada uno, con inmensa ternura, lo mismo que en las bodas de Cana, cuando empezó a faltar el vino (y en la palabra vino podéis incluir todo lo que hace nuestra vida más grata, más alegre, más feliz). Nos dice unas pocas palabras, pero verdaderas, como dijo el poeta: «Haced lo que Él os diga».