15 de enero de 2017
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En esta Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, deseo llamar la atención sobre la realidad de los emigrantes menores de edad, especialmente los que están solos, instando a todos a hacerse cargo de los niños, que se encuentran desprotegidos por tres motivos: porque son menores, extranjeros e indefensos; por diversas razones, son forzados a vivir lejos de su tierra natal y separados del afecto de su familia…
Son principalmente los niños quienes más sufren las graves consecuencias de la emigración, casi siempre causada por la violencia, la miseria y las condiciones ambientales, factores a los que hay que añadir la globalización en sus aspectos negativos. La carrera desenfrenada hacia un enriquecimiento rápido y fácil lleva consigo también el aumento de plagas monstruosas como el tráfico de niños, la explotación y el abuso de menores y, en general, la privación de los derechos propios de la niñez sancionados por la Convención Internacional sobre los Derechos de la Infancia.
¿Cómo responder a esta realidad?
En primer lugar, siendo conscientes de que el fenómeno de la emigración no está separado de la historia de la salvación, es más, forma parte de ella. Está conectado a un mandamiento de Dios: «No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto» (Ex 22,20).
Por otra parte, la línea divisoria entre la emigración y el tráfico puede ser en ocasiones muy sutil. Hay muchos factores que contribuyen a crear un estado de vulnerabilidad en los emigrantes, especialmente si son niños: la indigencia y la falta de medios de supervivencia ―a lo que habría que añadir las expectativas irreales inducidas por los medios de comunicación―; el bajo nivel de alfabetización; el desconocimiento de las leyes, la cultura y, a menudo, de la lengua de los países de acogida. Esto los hace dependientes física y psicológicamente. Pero el impulso más fuerte hacia la explotación y el abuso de los niños viene a causa de la demanda. Si no se encuentra el modo de intervenir con mayor rigor y eficacia ante los explotadores, no se podrán detener las numerosas formas de esclavitud de las que son víctimas los menores de edad.
Es necesario, por tanto, que los inmigrantes, precisamente por el bien de sus hijos, cooperen cada vez más estrechamente con las comunidades que los acogen. Con mucha gratitud miramos a los organismos e instituciones, eclesiales y civiles, que con gran esfuerzo ofrecen tiempo y recursos para proteger a los niños de las distintas formas de abuso. Es importante que se implemente una cooperación cada vez más eficaz y eficiente, basada no sólo en el intercambio de información, sino también en la intensificación de unas redes capaces que puedan asegurar intervenciones tempestivas y capilares. No hay que subestimar el hecho de que la fuerza extraordinaria de las comunidades eclesiales se revela sobre todo cuando hay unidad de oración y comunión en la fraternidad.
En segundo lugar, es necesario trabajar por la integración de los niños y los jóvenes emigrantes. Ellos dependen totalmente de la comunidad de adultos y, muy a menudo, la falta de recursos económicos es un obstáculo para la adopción de políticas adecuadas de acogida, asistencia e inclusión. En consecuencia, en lugar de favorecer la integración social de los niños emigrantes, o programas de repatriación segura y asistida, se busca sólo impedir su entrada, beneficiando de este modo que se recurra a redes ilegales; o también son enviados de vuelta a su país de origen sin asegurarse de que esto corresponda realmente a su «interés superior».
La situación de los emigrantes menores de edad se agrava más todavía cuando se encuentran en situación irregular o cuando son captados por el crimen organizado. Entonces, se les destina con frecuencia a centros de detención. No es raro que sean arrestados y, puesto que no tienen dinero para pagar la fianza o el viaje de vuelta, pueden permanecer por largos períodos de tiempo recluidos, expuestos a abusos y violencias de todo tipo.
En tercer lugar, dirijo a todos un vehemente llamamiento para que se busquen y adopten soluciones permanentes. Puesto que este es un fenómeno complejo, la cuestión de los emigrantes menores de edad se debe afrontar desde la raíz. Las guerras, la violación de los derechos humanos, la corrupción, la pobreza, los desequilibrios y desastres ambientales son parte de las causas del problema. Los niños son los primeros en sufrirlas, padeciendo a veces torturas y castigos corporales, que se unen a las de tipo moral y psíquico, dejándoles a menudo huellas imborrables.
Por tanto, es absolutamente necesario que se afronten en los países de origen las causas que provocan la emigración. Esto requiere, como primer paso, el compromiso de toda la Comunidad internacional para acabar con los conflictos y la violencia que obligan a las personas a huir. Además, se requiere una visión de futuro, que sepa proyectar programas adecuados para las zonas afectadas por la inestabilidad y por las más graves injusticias, para que a todos se les garantice el acceso a un desarrollo auténtico que promueva el bien de los niños y niñas, esperanza de la humanidad.
Por último, deseo dirigir una palabra a vosotros, que camináis al lado de los niños y jóvenes por los caminos de la emigración: ellos necesitan vuestra valiosa ayuda, y la Iglesia también os necesita y os apoya en el servicio generoso que prestáis. No os canséis de dar con audacia un buen testimonio del Evangelio, que os llama a reconocer y a acoger al Señor Jesús, presente en los más pequeños y vulnerables.