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21 de octubre de 2006

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SAN FRANCISCO JAVIER, TESTIGO Y MAESTRO DE LA MISIÓN

El Domund es una jornada con carta de ciudadanía en la Iglesia. No necesita justificación ni presentación. Nos lo anuncian cada año los niños, que, con su movida bulliciosa de huchas y pegatinas, son unos eficaces animadores de esta jornada.

Pero el Domund es más que una fiesta infantil. Es el domingo destinado a revivir la conciencia misionera de la iglesia, de todos sus miembros.

Benedicto XVI, en su mensaje, nos recuerda que la misión no es una obra meramente filantrópica y social, fruto de una sensibilidad solidaria o de unos buenos sentimientos. Arranca de las entrañas del Padre, que quiere hacer partícipes a todos los hombres de su amor: Un amor que se nos ha revelado y nos ha sido dado en Jesús para dar vida al mundo: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él “(1 Jn 4,9).

Jesús, que fue el primer misionero, confió a los discípulos, después de su resurrección, el encargo de difundir el anuncio de este amor a todos los pueblos con la fuerza y el ardor del Espíritu Santo: “Como el Padre me envió, así os envío yo”, les dice a los apóstoles a hora de su despedida.

La misión nace del amor, tiene como objetivo dar a conocer y hacer presente el amor de Dios, se lleva adelante con la fuerza del amor. El amor es el alma de la misión.

No podemos dejar de recordar en esta jornada a los miles de misioneros que, día a día, siembran en esta tierra nuestra los gestos más gratuitos de entrega y de servicio a los demás. En este año recordamos con especial cariño a un misionero excepcional, a san Francio Javier, patrono de las misiones, del que celebramos el quinto centenario de su nacimiento.

Francisco Javier, de familia noble, de porte elegante, con un brillante futuro por delante, maestro en artes por la Universidad de París, donde realiza sus estudios y donde durante algún tiempo ejercerá la docencia, acabará siendo seducido por el testimonio de Ignacio de Loyola, aquel hombre santo y austero al que Javier, en un principio, desde su vida alocada y frívola, consideraba un impertinente aguafiestas. Tras su encuentro con Cristo no tiene reparo en desprenderse de todo para ir a evangelizar en las tierras lejanas de Oriente. Si asombra su itinerario misionero, no asombra menos su pasión por Jesucristo, su ansia de darle a conocer desde el respeto más profundo a las personas y a sus condiciones culturales y religiosas. Su aroma misionero perdura a través de los siglos. Nunca se hubiera imaginado la influencia que su vida ejercería a lo largo de estos quinientos años. A pesar del tiempo trascurrido, Javier sigue siendo modelo, testigo y maestro incuestionable de de la misión.

Junto a las Iglesias de vieja cristiandad, han ido surgiendo, gracias a misioneros como Javier, nuevas Iglesias de las que podemos aprender dinamismo y creatividad evangelizadora. Esa es la impresión que recibía el verano pasado al visitar la joven Iglesia de Benguela, en Angola. En un país castigado por una guerra que ha durado cerca de treinta años, con profunda carencias en todos los órdenes a pesar de sus enormes posibilidades, celebraba este Iglesia su primer Congreso misionero. Sus más de doscientos seminaristas mayores les están permitiendo enviar ya misioneros a distintos países de Europa, de América y de la misma África. Son Iglesias que viven la alegría de la fe, que saben que el más importante tesoro que pueden y deben ofrecer es Jesucristo. Pero el evangelio nunca va separado de la caridad. Por eso, resulta sorprendente el servicio que están ofreciendo en el orden cultural, sanitario y social. Al contemplar estas Iglesias se comprende mejor el sentido del Domund: Que la misión es la manifestación más elocuente del amor de Dios anunciado y encarnado. Nuestras Iglesias se renuevan en ardor misionero en la medida en que hacen suya la preocupación por las misiones.

Orad en esta Jornada y siempre por los misioneros y para que sigan surgiendo vocaciones del temple de Javier. Ayudadlos con toda vuestra generosidad. Vale la pena. Apelando al cuento oriental, Dios transforma nuestros granos de arena en pepitas de oro cuando se ofrecen por las misiones.