3 de diciembre de 2009
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A propósito del actual debate parlamentario sobre la reforma de la Ley de Extranjería, quiero sumar mi voz, desde el mayor respeto a la legítima autonomía de los poderes públicos, a la de otras instituciones eclesiásticas (Obispos, Cáritas, Delegaciones de Migraciones, etc,) y civiles, que vienen trabajando denodadamente con las personas inmigrantes y que, en los últimos meses, han manifestado su preocupación por los posibles impactos de dicha Ley en estas personas.
En diversos documentos los Obispos que componemos la Comisión Episcopal de Migraciones hemos señalado que la emigración constituye para los creyentes una prueba de la coherencia de nuestra fe y una viva expresión de la catolicidad de la Iglesia. Y constituye, a la vez, una piedra de toque, que pone de remanifiesto en qué valores se sustenta nuestra sociedad. En cuestión tan compleja como la de os flujos migratorios nos sirven de orientación las palabras del Papa Benedicto XVI: “Los derechos humanos de la persona migrante han de ser respetados por todos y en cualquier situación” (CV 62). Por ello, reconociendo el legítimo derecho de los gobernantes para una oportuna regulación, hemos de celebrar todo lo que suponga la extensión de garantías y el asegurar los derechos para los inmigrantes. El Dios en quien creemos, garante de toda vida humana, no hace acepción de personas y quiere la comunión entre todos sus hijos (cf. CV 54). Por eso, unimos nuestra voz a la de todos los que advierten acerca de los riesgos de una posible regulación restrictiva de derechos, que endureciera desproporcionadamente el régimen sancionador o que ampliara más allá de lo imprescindible el plazo de internamiento de las personas inmigrantes “sin papeles”. Tales personas merecen, dada su precariedad, la mayor atención religiosa y cercanía posible por parte de la Iglesia.
Recientemente hemos escuchado, en el Sínodo de los Obispos Africanos, una dura queja ante la amarga realidad de los emigrantes que vienen desde África: «las políticas y las leyes migratorias restrictivas del mundo contra los africanos violan cada vez más el principio del destino universal de los bienes creados y las enseñanzas de la Iglesia sobre los derechos humanos, la libertad de movimiento y los derechos de los trabajadores inmigrantes”.
Merece especial atención el tratamiento legal que pueda darse a los menores emigrantes y refugiados y recordar la prevalencia del interés superior del menor por encima de cualquier otra consideración.
Confiamos en que valores éticos tan fundamentales y universales como el imperativo de la hospitalidad, el derecho al reagrupamiento familiar, o el efectivo ejercicio de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y religiosos queden salvaguardados suficientemente.
Hago mías, una vez más, para nuestras comunidades, las palabras de la Conferencia Episcopal española en el documento “La Iglesia en España y los inmigrantes” (Noviembre 2007):
“Merecen nuestro reconocimiento y gratitud cuantas personas e instituciones vienen dedicándose a la acogida, o al servicio, o a facilitar la incorporación a la nueva sociedad y a la Iglesia en nuestro país a los numerosos inmigrantes de diversa procedencia, cultura, y religión que han llegado y siguen llegando hasta nosotros. Hemos de animarles en su noble y cristiana tarea y pedir, para ellos y para los destinatarios de sus servicios, la bendición del Señor y el fruto deseado a su labor”.
Al inicio del Adviento, que nos prepara a la Navidad, encomiendo a la Familia Sagrada de Nazaret, que conoció en carne propia las angustias de la emigración, a todos los inmigrantes, así como el empeño de los legisladores para que doten a nuestra sociedad de una ley que garantice con holgura los derechos de los emigrantes y salvaguarde su dignidad de personas, hijos de Dios y hermanos nuestros.