20 de marzo de 2008
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a conversión de la Semana Santa en Vacaciones de Primavera es, según algunos, el signo de que el reloj de la historia marca la hora del ocaso de lo religioso. Miles de ciudadanos enfilarán en los próximos días la ruta de la playa o la montaña para recargar pilas y descargar tensiones.
Pero les aseguro que la Semana Santa no ha perdido vigor. Dense una vuelta por nuestros templos o asómense a nuestras procesiones. En nuestros pueblos y ciudades el pórtico solemne del Domingo de Ramos volverá a dar paso a la que será, una vez más, la Semana Grande por excelencia. La inauguraremos con canciones de dolor y esperanza: “Ibas como va el sol a un ocaso de gloria/. Cantaban ya tu muerte al cantar tu victoria. / Pero tú eres el Rey, el Señor, el Dios fuerte, / la Vida que renace del fondo de la muerte”. /
En la Semana Santa tiene lugar la celebración concentrada de los misterios centrales y fundantes de nuestra fe cristiana: la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.
“Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso con el “rostro” del pecado”. (Juan Pablo II, NMI 25). En la Semana Santa el cristiano contempla tras el rostro ensangrentado del crucificado el misterio del amor más grande: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn.3, 16).
Una parte considerable del pensamiento de los dos últimos siglos se ha tejido sobre la sospecha de que Dios es enemigo del engrandecimiento humano y causa suprema de sus alienaciones, pura proyección de sus sueños de plenitud. Mientras el imaginario inquilino ocupara el piso de arriba, el hombre tendría que contentarse con el piso de abajo. La muerte de Dios sería la condición indispensable para que el hombre creciera.
Paradójicamente, algo de eso sucede en la Semana Santa, sólo que del revés: En el Hijo de Dios no vemos por ninguna parte la proyección de nuestros deseos de engrandecimiento. Nos topamos, por el contrario, con la sorpresa de un apresado como malhechor, torturado y condenado, que muere en el más absoluto abandono. ¿Alguien se atrevería a proyectar un Dios de tal guisa, identificado con los pecadores, con los reos, con los pobres, con los humildes y humillados?
No contemplaremos al Dios-hombre como el inquilino del piso de arriba, sino arrastrándose por los sótanos, asumiendo la condición de siervo, entregado a la muerte y muerte de cruz, descendiendo hasta los infiernos de la vida y de la muerte, hasta allí donde queda anulada toda posibilidad de esperanza si no llega una gracia regeneradora.
El vaciamiento de Dios en Cristo hasta quedar a merced de los poderes del mal, nos revelan la Omnipotencia de Dios como misericordia, y su Transcendencia como proximidad absoluta. Dios se humaniza para divinizar al hombre, se abaja para levantarnos, va a la muerte para darnos Vida. A través de las llagas del crucificado podemos penetrar en su misterio, que, más que de dolor, es de misericordia. “Tus llagas nos dejan ver tus entrañas”, decía san Bernardo.
En la mañana de Pascua cambia el decorado. Las llagas del crucificado, manantiales de luz y de vida, resplandecen como rayos de sol. El agua y la sangre derramadas lavan al mundo, lo redimen, lo regeneran. Se rompió el tarro del perfume y la tierra quedó inundada del dulce aroma de la esperanza.
Confesar que Cristo vive es proclamar que la vida vence a la muerte, que los verdugos, al fin, no triunfarán sobre las víctimas, que lo último no es el vacío, sino la plenitud, que la gracia es más fuerte que el pecado.
“Lucharon vida y muerte/ en singular batalla/ y, muerto el que es la Vida, / triunfante se levanta/». Lucharon vida y muerte, esperanza y desesperanza. Es el viejo drama que acompaña a la historia de los hombres, donde el sin-sentido y la muerte parecen llevar la voz cantante. Testigos son los hospitales y los tanatorios, el enfermo a quien han diagnosticado cáncer, el matrimonio que vive la crisis del amor, el parado sin trabajo y sin “seguros”, los ancianos sin esperanza y los viejos prematuros que no ven más horizonte que el sepulcro y el abismo, los que teniéndolo todo son profundamente infelices y los que lloran porque no tienen nada, los marginados de mil maneras, los millones de hambrientos de la tierra, los injustamente ajusticiados, todos los perdedores…
Cuando los primeros rayos de sol del Tercer Día empiezan a borrar la oscuridad de una noche que parecía definitiva, se enciende la más alta esperanza. Si la muerte no tiene la última palabra, también hay esperanza para los perdedores.
Cristo glorificado ya no muere más, pero no estará plenamente glorificado mientras un miembro de su cuerpo peregrine sometido aún a la inseguridad y a la intemperie. El Mesías está por venir definitivamente. Sólo en la parusía quedará patente de modo definitivo el valor de su muerte y el poder de su resurrección. De alguna manera sigue todavía en agónica lucha en todos los crucificados y perdedores de la historia.
Por eso, necesitamos revivir cada año el acontecimiento: Para que la Pascua del crucificado nos vaya enganchando en su dinamismo vivificador; para barrer “la levadura vieja y ser masa nueva”, que diría el apóstol Pablo. La levadura vieja es corrupción y maldad. El pan nuevo es el pan de la sinceridad y la verdad, el pan de la justicia y la libertad, el pan caliente del servicio, de la misericordia y la ternura.
Cristo sigue resucitando cada vez el amor florece en nuestro corazón y en nuestras manos. Entonces notamos el perfume, la fuerza y el calor de su Espíritu.
Para bien de todos los miembros de su Cuerpo, por la fuerza de la Palabra y la acción del Espíritu, el acontecimiento se hace sacramento en la Iglesia. Así podemos participar, casi como contemporáneos de los hechos históricos, en su misteriosa energía y beneficiarnos de su virtualidad vivificadora. Es lo que acontece en las celebraciones de nuestros templos, en la austera y, a la vez, riquísima densidad de nuestras celebraciones litúrgicas.
Es lo que, en el ámbito de la representación, a nivel de calle, se escenifica en las esculturas doloridas y bellísimas de nuestras procesiones, catequesis vivas para quien quiera dejarse interpelar por ellas. Son los “pasos” de la Pasión, los “pasos” hacia la muerte, que, en la mañana de Resurrección, se hacen PASCUA, “paso” hacia la Vida. Por eso, el momento cumbre de la Semana Santa es la Vigilia Pascual, de cuya participación no debería dispensarse ningún cristiano que se tome en serio el significado del Triduo Santo.
La gente huye buscando vida en el monte o en el mar. Sería lamentable –dicho sea con todo respeto para quienes no comparten nuestra fe- ignorar el chorro de vida nueva que brota, para el mundo, del Misterio Pascual.