22 de agosto de 2010

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Un mismo camino, los mismos kilómetros, el mismo sol… y de 12.000 peregrinos cada uno se lleva algo distinto…

El pasado sábado, 165 jóvenes de la diócesis de Albacete comenzamos nuestro camino a Santiago en la llamada Peregrinación y Encuentro de Jóvenes (PEJ). No lo hicimos solos. Nos acompañaron otros 650 provenientes de distintas partes de España, y allí, en nuestra meta, nos reunimos con 12.000 más con los que compartimos primero la llegada a la Catedral y, después, un sinfín de actividades, catequesis, risas, conciertos, vigilias y oraciones que pusieron brillante colofón a nuestra peregrinación.

No me voy a extender en describir las etapas, pues seguro su hijo, su hermano, nieto, amigo o vecino, vinieron y pueden hacerle un resumen más entretenido y generoso que el que aquí un servidor pueda comentarles. Sin embargo, me quedo con algunos detalles que han marcado esta mi tercera experiencia de camino.

Si les soy sincero fue un camino novedoso, distinto diría yo. Por supuesto estuvieron presentes las ampollas, el dormir en una esterilla, los resfriados, el cansancio, los dolores de espalda, el porqué habré metido en la mochila tantos calcetines (y eso que era una mini-mochila lo que llevábamos)… pero no todos los días 650 jóvenes cristianos se ponen a caminar juntos para llegar a Santiago.

Por ello el primer detalle que les presento es el grupo. Como he dicho, comenzar a andar y ver una marea humana que te precede y te sigue no se ve todos los días. Por supuesto que algún lector avispado habrá pensado que más de uno y más de dos no lo hizo por fe, sino por pasar unos días con sus amigos, por conocer a gente… razón lleva… pero les aseguro que ninguno de los que allí fue con esa primera idea regresó tal y como vino; algo se llevaron, sintieron algo, o más bien alguien que estaba allí presente, con nosotros, en los demás, en ellos… El Camino refleja la propia experiencia de fe: uno podría hacer solo el Camino, pero acompañado es mucho más llevadero, imprescindible en algunas ocasiones… la fe vivida en soledad no es fe, se apaga, pierdes la flecha que te guía, tu mochila se hace más pesada, no hay nadie que pueda darte una palabra de ánimo, un poco de agua… Por eso Dios nos ha entregado un regalo inmenso: los demás, y el hacerse presente a través de ellos, de ti…

Pero aunque estuviéramos en grupo, el silencio también estuvo presente (segundo detalle). Durante el Camino llegabas a necesitar ese silencio, sentías la necesidad de mirar dentro de ti. Ayudó mucho el Monasterio de Oseira, donde nos recibió el Abad fr. Juan Javier Martín quien nos dio un hermoso testimonio, pero más que eso, los laudes que nos regalaron tenían algo especial que te hacían parar, mirar, contemplar… El grupo, compartir tu fe con los demás es esencial, pero, más aún si cabe, es descubrir a Cristo mismo dentro de ti, sentir esa “experiencia de Dios”, y eso sólo es posible si uno se para, calla, mira y escucha…

También cabe recordar la catequesis de Monseñor Munilla, y ese acento puesto en la necesidad de nuevos métodos, sí, nuevo lenguaje, también, pero sobre todo, nuevo ardor. Los jóvenes necesitamos de otros jóvenes (y de otros no tan jóvenes), que sientan a Cristo con pasión, que estén enamorados de Él. Sólo así seremos capaces de empezar a ver más allá de nuestra mochila y de nuestros pasos, sólo así seremos capaces de ver el Camino que Dios nos tiene preparado, la gente que nos ha puesto alrededor, los dones que nos han sido regalados…

Y como último detalle les diré que nunca dejará de sorprenderme… yo que pensaba que iba al Camino para encontrarme con Él y con Santiago, y resulta que, como a Juan, a quien quería que conociera era a su Madre, María. Fíjese usted que por “casualidades” de la vida la primera noche tuve que dormir a los pies de su imagen y, el último día, nuestro queridísimo obispo D. Ciriaco nos regaló una homilía cuyas frases pusieron palabras a lo que en el fondo durante estos días ya había empezado a fraguar. En la oscuridad de la noche, en los momento en los que hasta parece que Cristo se ha ido, que ya no está contigo, que te ha abandonado… María es la que siempre está ahí, como esa luz que siguió encendida cuando Jesús murió en la cruz, como esa luz que todavía brilló con más fuerza cuando su hijo resucitado volvió a decirle “Madre mía”.

Y tampoco olvidaré los cantos y las risas durante el camino, ni la noche que “casi” dormimos al raso en el monasterio (que no se me preocupen las madres que al final hasta nos metimos en la Iglesia para evitar el frío), el “último” kilómetro de Lalín (los gallegos tienen otra forma de contar los kilómetros, palabra), la misa entre los árboles, la penitencial, el “ese obispo como mola se merece una ola”, las lágrimas de Ana cuando la subieron al coche escoba, cuando “mis niños” (siento si os sigo llamando así, “defectos de profesión”) me esperaron porque desde ahí se veía un puente, la llegada a Santiago… En fin, tantas cosas…

No me despido sin antes dar las gracias a toda la gente que ha hecho este Camino posible. Gracias a los obispos, los sacerdotes y catequistas que nos han acompañado. Gracias a vosotros que paso a paso llevasteis a Cristo un poco más lejos. El año que viene con la Jornada Mundial de la Juventud tendremos otra oportunidad de hacer otro camino, distinto, pero camino al fin y al cabo. Desde aquí os animo a que nos acompañéis, a que vengáis con nosotros pues os aseguro que una ampolla vale más que mil palabras.

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