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7 de enero de 2014

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Sin la fraternidad es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera, por eso ha de ser descubierta, amada, experimentada, anunciada y testimoniada.

Las numerosas situaciones de  desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura de la solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un difuso individualismo, egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los lazos sociales, fomentando esa mentalidad del “descarte”, que lleva al desprecio y al abandono de los más débiles, de cuantos son considerados “inútiles”.

La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse «prójimo» que se preocupa por el otro.

No se trata de una paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano (cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente fraternidad, porque el amor de Dios, cuando es acogido, se convierte en el agente más asombroso de transformación de la existencia y de las relaciones con los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad.

En la familia de Dios, donde todos son hijos de un mismo Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay “vidas descartables”. Todos gozan de igual e intangible dignidad. Todos son amados por Dios, todos han sido rescatados por la sangre de Cristo, muerto en cruz y resucitado por cada uno. Ésta es la razón por la que no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte de los hermanos.

Del mismo modo, la política y la economía no pueden reducirse a un tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión trascendente del hombre. Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad humana se vuelve más pobre y las personas quedan reducidas a objetos de explotación.

El horizonte de la fraternidad prevé el desarrollo integral de todo hombre y mujer. Debemos competir en la estima mutua (cf. Rm 12,10). Y en las disputas, que constituyen un aspecto ineludible de la vida, es necesario recordar que somos hermanos y, por eso mismo, es necesario educar y educarse en no considerar al prójimo un enemigo o un adversario al que eliminar.

«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros» (Jn 13,34-35). Ésta es la buena noticia que reclama de cada uno de nosotros un paso adelante. Toda actividad debe distinguirse por el servicio a las personas, especialmente a las más lejanas y desconocidas.

Para vencer todos los tipos de pobreza
No sólo entre las personas, sino también entre las naciones, debe reinar un espíritu de fraternidad. Este deber concierne en primer lugar a las más favorecidas respecto a las más débiles, en un triple aspecto: el deber de solidaridad, el deber de justicia social y el deber de caridad universal, sin que el progreso de unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros.

La fraternidad es necesaria para vencer todos los tipos de pobreza: la pobreza relacional, que sólo puede ser superada redescubriendo y valorando las relaciones fraternas en las familias y comunidades, compartiendo alegrías y sufrimientos. Y la pobreza relativa, es decir, de las desigualdades entre personas y grupos que conviven en una determinada región o en un determinado contexto histórico-cultural. Se necesitan políticas eficaces que promuevan el principio de la fraternidad, asegurando a las personas –iguales en su dignidad y en sus derechos fundamentales– el acceso a los «capitales», a los servicios, a los recursos educativos, sanitarios, tecnológicos. Y políticas dirigidas a atenuar una excesiva desigualdad de la renta.

Finalmente, hay una forma más de promover la fraternidad –y así vencer la pobreza– que debe estar en el fondo de todas las demás. Es el desprendimiento de quien elige vivir estilos de vida sobrios y esenciales, de quien, compartiendo las propias riquezas, consigue así experimentar la comunión fraterna con los otros. Esto es fundamental para seguir a Jesucristo y ser auténticamente cristianos.