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9 de junio de 2013

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Xosé Manuel Domínguez Prieto es Doctor en Filosofía, profesor, y publica e investiga sobre filosofía de la persona y fundamentos antropológicos de la Psicología. En Albacete, ha mantenido un encuentro con profesores de Religión, sobre el tema de «El profesor cristiano: identidad y misión» que es el título de su último libro.

PREGUNTA.- ¿Se puede educar sin tener la vocación de educador?
RESPUESTA.- Sí, lo que pasa es que sin vocación transmitiremos in­formación, seremos amaestradores, habilitadores, estaremos propiciando que los alumnos consigan títulos pero no estaremos acompañando a perso­nas para su plenitud. La educación es realmente una vocación cuando el profesor descubre que está llamado a ser educador, a acompañar a personas para su crecimiento, lo que ocurre entonces es un acontecimiento trans­formador, antropológico, de primer calibre.

P.- ¿Cuáles son los rasgos princi­pales de la persona que tiene la vo­cación a educar?
R.- En primer lugar, descubre que pone lo mejor de sí en juego, que no es algo añadido a su persona, sino que es esencial a su persona encontrarse con jóvenes, con niños, y transmi­tirles el amor por la verdad, el bien y la belleza. En segundo lugar, es un acontecimiento para él, en el sentido de que es algo que toca mi vida, no la deja indiferente y también es un acontecimiento para los alumnos. Y en tercer lugar, descubre que es lla­mado por Alguien a esto y en todo caso, sus alumnos son un vocativo para él o para ella, una mirada que reclaman su atención como persona. En definitiva, descubro que yo vivo con más alegría, dando de mí como persona y soy capaz de transformar en alguna medida este mundo; hago algo por los demás.

P.- ¿Qué aporta la educación en la fe para los niños y los jóvenes?
R.- La persona, el ser humano, es una constelación de capacidades intelectuales, afectivas, de voluntad, corporales… pero está llamada a ple­nitud, a ir a más, a dar de sí, y no por cualquier camino, sino desde un sen­tido. La educación en la fe es la clave de la educación porque es la que ofre­ce el sentido más profundo a la per­sona. No basta con la educación cor­poral, psíquica, intelectual, sino que hace falta una educación espiritual, de lo más profundo de la persona, donde arraigan tres preguntas: Yo en qué creo; yo en qué espero; yo a quién amo. Esas son las preguntas profun­das de todo ser humano, creyente o no creyente, y en la educación en la fe son iluminadas: es la apuesta más definitiva por una educación integral de la persona.

P.- ¿Cómo transmite la fe el edu­cador cristiano?
R.- La condición fundamental es ser testigo de lo que anuncio, y para serlo tengo que haberlo experimenta­do yo: a Cristo en la oración, en la Eu­caristía, en la Comunidad, en el po­bre. Cuando yo lo he experimentado, mi vida ha cambiado, he sido tocado por Dios, que ya estaba en mí, pero estaba esperando que yo le abrie­se la puerta. Entonces, con alegría y entusiasmo soy capaz de transmitir lo importantísimo de esto que estoy comunicando. También, a través de signos salvíficos: Cristo no solamente anunciaba el Evangelio, sino que tam­bién sanaba, es decir, acercándome yo al alumno, mirarle a los ojos, llamarle por su nombre, preocuparme por sus dolores. Y anunciando explícitamen­te la verdad del Evangelio, la Buena Noticia.

P.- ¿Cómo podemos anunciar claramente a los niños y jóvenes la Buena Noticia?
R.- La palabra del educador cris­tiano procede de la experiencia y se dirige a que los niños y jóvenes ten­gan también esa experiencia. Cuan­do yo les hablo de la experiencia de Cristo, de un Dios que me crea como el mar crea la playa, retirándose, de­jándome ser, alentando mi plenitud, que está de mi parte, que es más ín­timo a mí que yo mismo, que quiere mi felicidad… los alumnos abren los ojos y algunos, el corazón y se dejan interpelar. Entonces, el barro que se les ha ido pegando comienza a des­moronarse y descubren que su vida merece la pena. También hay que in­vitar a los niños y jóvenes a hacer ora­ción y remitirles a una comunidad, a una parroquia, a un movimiento.