23 de abril de 2013
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a fe no se basa en imágenes. Sin embargo, desde el momento en el que Dios se hace hombre, toma nuestra carne, las imágenes forman parte de nuestra experiencia cristiana. Cuando llega la Jornada del Domund, inmediatamente pensamos con imágenes, y recordamos a los misioneros y a las misioneras, sentimos los colores de los lugares geográficamente lejanos. Cuando llega la Jornada de la Infancia misionera, se nos aparecen cientos de rostros de niños famélicos, con ojos color esperanza que reclaman nuestra atención. Es hora de preguntarnos: ¿Cuál es la imagen de la Jornada de las Vocaciones nativas que tenemos estos días presente?
El rostro de la Jornada de las Vocaciones nativas es el de la Iglesia universal, Una, presente en la variedad. Católica, universal y al mismo tiempo particular, que crece y se multiplica como la semilla del Evangelio. Es una imagen de hondas raíces bíblicas, en la que la promesa de la presencia del Evangelio en los confines últimos de la tierra se transforma en alegría y esperanza. Es la imagen de la semilla, que da fruto; de la vid fecunda; del Buen Pastor, que apacienta sus ovejas.
La imagen de la Jornada de las Vocaciones nativas es la que nos describía el Concilio Vaticano II, en el documento sobre las misiones, cuando señalaba que “tienen (estas Iglesias locales) suma necesidad de que la continua acción misional de toda la Iglesia les suministre los socorros que sirvan, sobre todo, para el desarrollo de la Iglesia local y para la madurez de la vida cristiana” (Decreto Ad Gentes 19).
Como toda realidad en la Iglesia, y en la vida cristiana, la Jornada de las Vocaciones nativas tuvo un origen en un momento concreto, en una circunstancia singular y distinta. Y está ligada a la novedad de un principio, de lo que hizo y dijo una persona. Un nombre, el obispo francés de Nagasaki, Mons. Jules-Alphonse Cousin, de la Sociedad de Misiones Extranjeras. Una historia: se encontró en su diócesis de Japón con cristianos que, por miedo a las persecuciones, evitaban los auxilios espirituales de los misioneros extranjeros. Sin embargo aceptaban lo que les débanlos sacerdotes de su país. Una comunidad: una laica francesa, Juana Bigard, y su madre, Estefanía, en contacto epistolar con el obispo de Nagasaki, se movilizaron poniendo en marcha en 1889 la Obra de San Pedro Apóstol de apoyo a las vocaciones nativas.
La Iglesia es misión; y la misión atañe e interpela a toda la Iglesia. Pero no podemos obviar la urgencia de la promoción de las Vocaciones Nativas. Las comunidades cristianas que nacen y surgen en los Territorios de misión, gracias a la semilla sembrada por los misioneros, son atendidas pastoralmente por sacerdotes venidos de fuera. Sacerdotes que viven y mueren allí, en esa tierra que es su tierra, y que, un día, entregan el testigo a generaciones de jóvenes que, con el mismo espíritu, se entregan a la causa del Evangelio de Jesucristo. Esos jóvenes son las vocaciones nativas. De nosotros también dependen.
Becas de estudio
Los donativos llegan por diversas vías: recaudación en las parroquias en la Jornada de las Vocaciones Nativas, que este año se celebra el domingo 28 de abril, donativos destinados a este fin o cuestaciones específicas.
Pero hay una vía mediante la cual los católicos pueden adquirir un compromiso mayor con esta indispensable labor de la Iglesia que consiste en fomentar el crecimiento de las Iglesias particulares. Se trata de un sistema de becas por el que una persona o un grupo de personas financia de manera concreta un periodo de formación de una de estas vocaciones. Hay tres modalidades:
- Mediante una beca completa (2.000 euros) se contribuye a respaldar los 6 años de formación de un seminarista.
- Con media beca (1.000 euros) se cubren 3 años de formación de un futuro sacerdote.
- Financiando un curso (350 euros) se ayuda durante un año académico a un seminarista, novicio o novicia.