5407

5407

21 de mayo de 2008

|

136

Visitas: 136

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]A[/fusion_dropcap]firmamos con frecuencia que estamos en la sociedad de la imagen. Y esto significa, sobre todo, que la realidad existente es la formada por las imágenes que recibimos. Pero hay otra parte de la realidad que no existe porque sus imágenes son ocultadas.

Esto está afectando muy seriamente a nuestra Iglesia. La sociedad percibe la imagen de la Iglesia que se manifiesta en unas declaraciones de los obispos, en la programación de una emisora, en los posicionamientos de un determinado colectivo cristiano, etc.

Pero en la Iglesia también estamos con los empobrecidos, los no nacidos, los inmigrantes, los sin techo, los enfermos, los ancianos, los marginados, los presos, los parados, los precarios, las prostitutas, las víctimas del maltrato, en las O.N.G, en los partidos, en los sindicatos, en los barrios obreros.

Es difícil encontrar una situación en la que no haya personas necesitadas de amor, consuelo y justicia en que la Iglesia no esté presente. Sin embargo, esta imagen, la imagen de la Iglesia pobre que está con los pobres no aparece, y como no aparece, no existe.

Hoy, cuando la imagen de nuestra Iglesia aparece confusa, a veces dividida, inclinada a determinadas opciones políticas, ¿cuál debe ser para ella la misión primordial, permanente, general e irrenunciable? La Iglesia y los pobres. La respuesta no puede ser otra que la de ser Iglesia para los pobres. Juan Pablo II nos dejó dicho cómo hacerlo: «El amor por el hombre, y en primer lugar, por el pobre, en el que la Iglesia ve a Cristo, se concreta en la promoción de la justicia» (C.A. 58).

En la H.O.A.C., que somos presencia de la iglesia en el mundo obrero y del trabajo, queremos seguir respondiendo a esta misión que toda la Iglesia consideramos primordial, permanente, general e irrenunciable. De la pobreza económica a la exclusión social. Empecemos considerando algunos hechos.

Manolo, 36 años. Acaba de quedarse en paro debido al cierre de su empresa. Cobra el desempleo y busca otro tipo de trabajo, pues el anterior le ha destrozado la espalda. Dice que lo tiene difícil, pues sólo sabe trabajar de albañil.

Carmen, su mujer, trabaja en una empresa de limpieza y cobra según el mes entre 300 y 500 Euros. La hija es pequeña. Manifiestan que no pueden hacer frente a los gastos normales: vivienda, luz, gas, teléfono, seguros, coche, etc., y viven angustiados ante un futuro incierto.

Matrimonio con dos hijos: Juan tiene 63 años y está cobrando la ayuda familiar. Para poder vivir, trabaja de repartidor en la economía sumergida todos los días de la semana, incluidos domingos y festivos. Su horario es de 6 de la mañana a 2 de la tarde. Nunca descansa, tampoco en vacaciones. Lola, su mujer, 60 años. Trabaja «limpiando escaleras», sin contrato y sin seguro. Los dos hijos tienen trabajo precario; hacen lo que pueden. En el verano venden refrescos. Están intentando ahorrar para casarse, pero la hipoteca es un muro que no han podido salvar. Juan y Lola dicen que sacan para ir tirando, pero están muy preocupados, pues se acerca la hora de su jubilación y tienen pocos años de cotización, aunque llevan trabajando toda su vida.

Estas dos familias y las personas que las componen, representan situaciones que están viviendo muchas personas y familias. Son los «nuevos trabajadores», los que se han quedado al margen del supuesto progreso y desarrollo que nos rodea y deambulan entre la inclusión y la exclusión.

Son «nuevos trabajadores» no porque sean jóvenes, sino porque son nuevas las condiciones de trabajo que tienen y el tipo de vida que genera: paro, precariedad, economía sumergida, trabajo de los dos miembros de la familia, pareja y un largo etcétera. ¡Qué pelea de vida para vivir!

Termino esta artículo con unas frases de Juan Pablo II en una carta a las familias «Gratissimam sene», que están recogidas en el libro Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (213, página 110-111): “la familia, comunidad natural donde se experimenta la sociabilidad humana, construye en modo único e insustituible al bien de la sociedad. La comunidad familiar nace de la comunión de las personas”.

La «comunión» se refiere a la relación personal entre el «yo» y el «tú». La «comunidad», en cambio, supera este esquema apuntando hacia una «sociedad», un «nosotros». La familia, comunidad de personas, es por consiguiente, la primera «sociedad» humana. Una sociedad a medida de la familia es la mejor garantía contra toda tendencia de tipo individualista o colectivista, porque en ella la persona es siempre el centro de atención en cuanto fin y nunca como medio.