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28 de mayo de 2017

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Con nuestro lenguaje podemos cambiar la realidad. Si soy un juez y digo “culpable”, le cambio la vida a una familia entera durante veinte años; si soy un árbitro de fútbol y digo “penalti”, “fuera de juego” o “tarjeta roja”, soy capaz de cambiar en un segundo el resultado del marcador del partido. Si hablo con un niño y le digo con cariño “tú vales mucho y podrás alcanzar lo que te propongas”, el impacto sobre su personalidad será muy diferente a si le digo con desprecio “eres un vago y nunca conseguirás nada en la vida”. Como dice la Carta de Santiago, «la lengua es algo pequeño, pero puede mucho”, “con ella bendecimos a nuestro Señor y Padre y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios».

Piénsalo por un instante: somos el resultado de las conversaciones que hemos mantenido con otras personas o con nosotros mismos a lo largo de los años, seas consciente de ello o no. Es más: ese familiar de la infancia que hoy recuerdas con cariño, ese maestro que de vez en cuando traes a la memoria por la influencia que tuvo en ti, ese amigo, ese compañero de trabajo o ese vecino que no has podido olvidar a pesar del tiempo transcurrido… seguramente siguen en tu corazón porque con sus palabras, un día, te hicieron sentir especial.

Hace poco aprendí una palabra nueva: “infoxicación”. Medios de comunicación, redes sociales o publicidad nos transmiten mensajes constantemente, la mayor parte de las veces inútiles, incorrectos o parciales, hasta el punto de generarnos agobio, parálisis y hasta desconcierto. No elegimos, sino que nos tragamos toda esa información sin conciencia y priorizando cantidad sobre calidad, dividiendo la atención en varias tareas en lugar de focalizarnos en una. Te pondré un ejemplo: imagina que están oyendo cinco canciones a la vez, todas al mismo volumen. ¿Serías capaz de procesarlas, de distinguirlas o de disfrutarlas? ¿Y si en vez de cinco fueran cien? ¿Cómo te sentirías? Añade a esto cuántos de esos mensajes se refieren a crímenes espantosos o a predicciones nada halagüeñas sobre el futuro inmediato. ¿Qué efecto crees que está teniendo semejante bombardeo en nuestra sociedad? ¿Y en ti?

Y, de repente, se escucha una voz distinta, una voz que nos habla de amor hacia nosotros mismos y hacia nuestros semejantes, de esperanza en que lo mejor está por llegar, de confianza en que tenemos abiertas ante nosotros todas las posibilidades de hacer del metro cuadrado en el que nos ha tocado vivir un lugar más pleno y más bello. Esa voz puede ser la tuya. No es preciso que inventes nada: basta con que te inspires en el Evangelio, donde siempre hallarás a Jesús de parte de quienes más sufren, convertido en el potente altavoz de los que no tiene voz.

Somos más poderosos de lo que creemos. Se da la paradoja de que esta sociedad “infoxicada” nos permite, a la vez, posibilidades insospechadas de hacer que nuestra voz se escuche en segundos en el mundo entero con sólo subir un vídeo a internet, de conseguir miles de firmas para generar un cambio significativo con sólo poner en marcha una iniciativa que puede hacerse global de manera prácticamente instantánea o de desenmascarar las prácticas poco éticas de una empresa con sólo exponer nuestra opinión en el foro adecuado. 

De igual modo, acaso nos toque actuar de manera menos significativa pero igualmente poderosa, como cada vez que inspiras consuelo o motivación con sólo pronunciar la palabra adecuada en el momento oportuno.

De San Francisco “el hermano Universal” he aprendido algo tan hermoso como radical: “he aprendido que son los detalles cotidianos, los gestos de la gente corriente, los que mantiene el mal a raya: los actos sencillos de amor, la fraternidad, la familiaridad, la sencillez, la naturalidad, la cercanía, la transparencia. Lo que te propongo es que esos actos comiencen con tus palabras, con las que dices y con las que callas, con las que gritas y con las que susurras, con las que, en definitiva, construyes tu realidad y la de quienes te rodean. Puedes escoger bendecir o maldecir, alabar o denostar, animar o desmotivar. Pero nunca olvides lo que el propio Jesús dijo una vez: “de toda palabra ociosa que hables darás cuenta en el día del juicio” (Mt 12, 26).