14 de marzo de 2012
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Muchos de nosotros tenemos todavía vivo el recuerdo del paso de la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) por nuestra Diócesis, así como de las celebraciones que, con motivo de la misma Jornada Mundial, congregaron en pleno mes de agosto, primero en las Diócesis y seguidamente en Madrid, a miles y miles de jóvenes, que testimoniaban sin complejos la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con Jesús y con su Evangelio.
Esos recuerdos y esas imágenes inolvidables sirven de telón de fondo e inspiración para otra próxima y entrañable jornada de nuestra Diócesis: el Día del Seminario, que cada año celebramos al amparo y a la sombra del Bendito San José. El cartel de este año recoge precisamente el momento en que los jóvenes españoles pasan el testigo, la Cruz de la JMJ, a los jóvenes brasileños.
Aquellos acontecimientos han dejado una huella imborrable en muchos jóvenes. Y, sobre todo, nos han dejado a muchos el convencimiento de que los jóvenes, cuando encuentran de verdad a Jesucristo no sólo son capaces de dar algo de sí, sino de darse por entero. Ellos me han oído decir más de una vez lo que es un convencimiento constatado y contrastado: que los jóvenes, cuando se les pide poco, no dan nada; cuando se les pide mucho, lo dan todo. En muchas diócesis se están viendo ya, también en lo vocacional, los frutos de la JMJ.
Esta realidad tan esperanzadora no puede hacernos olvidar que muchas de nuestras Iglesias diocesanas se encuentran haciendo la travesía del desierto, por lo que a las vocaciones de especial consagración se refiere.
El descenso que también se da en las vocaciones al matrimonio es, seguramente, manifestación de la misma crisis: Nuestro mundo, en amplios sectores, vive marcado por lo material Se pretende llenar el pozo de los deseos sólo con bienes consumibles. Dicen, por eso, que una de las características de la cultura moderna es la dificultad para todo lo que implique vinculación o compromiso. Los compromisos, según tal diagnóstico, se mantienen mientras la persona se siente cómoda en ellos, pero nada más.
En noviembre del año pasado, la prestigiosa revista norteamericana Forbes, especializada en finanzas y conocida por ofrecer anualmente la lista de las diez personas más ricas del mundo, publicaba también la lista de las diez profesiones más gratificantes, a juzgar por el grado de felicidad de quienes las ejercían. Los primeros en la lista eran los sacerdotes católicos y los pastores protestantes. No sé si la encuesta es objetiva. Los obstáculos y las dificultades que entraña el ministerio presbiteral no son pocos, las sombras acompañan incluso a los momentos luminosos. De lo que sí estoy seguro es de que vale la pena darlo todo, incluso la vida, por Jesús y por su Evangelio.
He traído a colación lo de la revista Forbes no para utilizarlo como reclamo y propaganda, que tampoco estaría mal, sino porque no me gustó que se hablara del ministerio sacerdotal como una profesión. Antes aludía a la falta de vocaciones también al matrimonio. Se ha dicho, a este respecto, que vivimos una cultura sin vocaciones, o al menos con un enorme déficit vocacional. Parece que escasean no sólo al sacerdocio, a la vida consagrada o al matrimonio, sino también a la medicina, a la política o al servicio público, a todo. Sé que hay personas en estos campos que viven la profesión como verdadera vocación, y se nota; pero, si lo anterior fuera cierto, estaríamos en una cultura de muchas profesiones sin vocación: Personas que han adquirido unos altos conocimientos y competencias, que les capacitan para lograr determinados objetivos útiles y hasta necesarios, pero sin necesidad de que ello implique a toda la persona ni dé sentido a su vida.
La vocación, como su nombre indica, tiene un fuerte componente de llamada, que emplaza a la persona a una forma de vida, a un seguimiento. Es como una voz que asciende de nuestro más radical fondo; una llamada misteriosa que unifica la vida de quien la sigue, que le da sentido, que compromete toda la existencia. La vocación es cuestión de amistad, respuesta de amor a quien nos amó primero.
Si los sacerdotes fuéramos coherentes con nuestra vocación no podríamos entendernos a nosotros mismos sino como lo que somos, estemos donde estemos, hagamos lo que hagamos, sea cual sea la situación en que nos encontremos, en gozo o en tristeza, en éxito o en desvalimiento.
El mundo necesita para funcionar de muchas profesiones. Hay mucha gente, sobre todo hoy, con hambre de pan. Pero hay también hambre de justicia, de ternura, de amor. Todos, aunque a veces lo ignoren o incluso lo nieguen, sienten “hambre de Dios”. Y los sacerdotes estamos para repartir en nombre de Cristo el “pan de la Palabra”, el “pan de la Eucaristía”, el “pan de la Misericordia” (reconciliación), el “pan de la Fraternidad” (comunión).
Sé que a veces no estamos a la altura de la misión confiada. “Llevamos este tesoro en pobres vasijas de barro” (2 Co. 4,7), decía san Pablo. Los sacerdotes, a pesar de nuestros límites y fragilidades, no nos sentimos un objeto arqueológico, ni el resto de un pasado que caduca, como algunos piensan. Soy testigo de que no lo veían así los jóvenes de la JMJ, ni lo veis así los que habéis descubierto el tesoro del Evangelio.
Permitidme que diga a nuestros jóvenes que ser sacerdote hoy es una de las formas más significativas de servir al Reino de Dios; una de las formas más hermosas de encarnar los ideales de cualquier joven; una de las formas posibles de hacer la voluntad de Dios y sentirse plenamente realizado; una de las formas reales de ser feliz; una de las formas, aunque parezca paradójico, de ser totalmente libre y de tener una vida fecunda. Sólo se necesita, como dice el lema del Día del Seminario de este año, “pasión por el Evangelio”.
Así lo siente el grupo de nuestros seminaristas. Algunos, por ello, han dejado con alegría, el mundo de la empresa o carreas universitarias brillantes. Su generosidad nos llena de esperanza.
Orad por nuestra Diócesis y por nuestros seminaristas, para que se mantengan en el empeño asumido. Orad por las familias, que afinen la sensibilidad de sus hijos para escuchar la llamada de Dios. Y orad por los jóvenes, para que experimenten el atrayente fulgor de esa “llama que llama”, y que es la vocación. ¡Gracias de todo corazón por vuestro amor, vuestra oración y vuestra ayuda en favor de los seminaristas!