13 de enero de 2019
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Fernando Domínguez es psicólogo del Trabajo, Organizaciones y Recursos Humanos. Ha estado en Albacete en varias ocasiones para dar charlas a voluntarios de Cáritas, sacerdotes y también en la Escuela de Acompañantes del secretariado de Juventud. Sobre el tema del acompañamiento le preguntamos…
¿Por qué necesitamos acompañamiento?
Es una pregunta interesante a la que quisiera contestar primero citando un poema del escritor inglés John Donne (1572-1631): «Ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo. Cada uno es un trozo de continente, una parte del todo. […] Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.»
Efectivamente, nadie es una isla… nos encontramos unidos a todos los demás. Nuestras comunidades cristianas no pueden estar formadas por individuos-isla autosuficientes, sino por personas unidas en asamblea (ecclesia) que forman un solo cuerpo y un solo Espíritu… (Ef. 4, 1-16). No es que necesitemos acompañamiento, sino que somos acompañamiento, los unos de los otros. La muerte de cualquiera me afecta, y esa muerte no es sólo física sino también psíquica, emocional, moral… Debemos acompañar a los demás en todas las dimensiones de la vida y dejarnos también acompañar por ellos. Lo único que cambia es la intensidad de ese acompañamiento en función de la situación que vive cada persona.
¿Cuáles serían las claves del acompañamiento?
El acompañamiento toma intensidad cuando creamos una relación de ayuda con una persona; esta relación debe estar basada en el respeto y la dignidad a dicha persona y es, por lo tanto, algo diferente —con toda la buena fe que esté hecho— a juzgar de forma moralizante, a aconsejar de acuerdo a nuestros principios o a analizar a la persona para estimular sus actitudes. Para acompañar a alguien, de verdad, es requisito imprescindible, según decía el psicólogo humanista Carl Rogers, que la persona que acompaña sea una persona psicológicamente madura (podríamos decir mejor, espiritual- mente madura). Cualquier proceso de acompañamiento tiene cuatro claves irrenunciables:
- Autenticidad y coherencia. Ser uno mismo, sin ocultar a la persona a la que se acompaña los sentimientos que surgen ante ella.
- Aceptación incondicional. Se trata de aceptar al quien se acompaña siempre, y no sólo cuando se comporta según ciertas normas.
- Comprensión empática. Se trata de percibir los sentimientos y significados que la persona a la que se acompaña está experimentando.
- Cesión de la responsabilidad. Es necesario hacer comprender a la persona a la que se acompaña que el centro de la responsabilidad reside en ella misma.
En todo acompañamiento, existe un acompañante y un acompañado. ¿Cómo encontrar un buen acompañante?
El buen acompañante es aquel que sale al encuentro (se hace el encontradizo), como se narra en el libro de Los Hechos de los Apóstoles cuando se cuenta la conversación que iban teniendo dos discípulos, camino de Emaús, tras la muerte de Jesús (Lc. 24, 13-25). En todo caso, el buen acompañante no debe ser alguien impuesto, sino aceptado voluntariamente por la persona que se deja acompañar; alguien que hace también camino. Por eso, se dice que el buen acompañante no «tira» (habla desde algún lugar de llegada en el que él ya se encuentra) ni «empuja» (fija y sigue objetivos y tareas a quien acompaña) sino que simplemente está al lado, conversa, escucha, hace que se eleve el nivel de conciencia y que surja una respuesta responsable en el otro. Mi experiencia es que muchos acompañantes surgen, por petición de la persona que quiere ser acompañada, tras haber vivido algo (un curso, una charla, una convivencia, un café, …) con aquella que, verdaderamente, le ha removido. «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Existe mucho miedo al acompañamiento.
El miedo existe porque es natural, como nos pasa cuando empezamos un viaje, sobre todo, si es la primera vez. En esta aventura hay cuatro factores que se disparan y que causan ese miedo: la novedad, la incertidumbre, la sensación de que de alguna manera pongo mi vida en manos de otra persona y, por último, la sensación de que pueda ser evaluado. Todo esto hace que, quien acompañe, sea una persona muy respetuosa y sepa crear un clima de confianza desde el primer momento del encuentro. Por este motivo, debe ser siempre fiel a las cuatro claves del proceso que expuse más arriba: autenticidad y coherencia, aceptación incondicional, comprensión empática y cesión de la responsabilidad. Y, no se olvide que la persona acompañada se sienta libre de seguir en el encuentro, o no, pudiendo abandonarlo en cualquier momento.
¿Un acompañante espiritual puede ser un plus en este proceso?
Yo diría que lo que le hará buen acompañante no será la etiqueta, sino la actitud desde la cual acompaña, y se deja acompañar también, así como la sintonía que se crea. No olvidemos que el acompañamiento es mutuo, aunque con intensidades diferentes. Si se trata de una persona madura psicológicamente (decía más arriba, madura espiritualmente), será un mejor acompañante que si no lo es. El acompañamiento debe ser aceptado (o solicitado de forma directa o indirecta) por quien se deja acompañar. Para ello, es necesario que, entre ambos, acompañante y acompañado, exista una relación de sintonía que hará posible una posterior confianza y empatía. La sintonía es un elemento muy importante en la relación y, es por eso que, en ocasiones las etiquetas a priori del acompañante pueden hacer que esta sintonía no surja como efecto de un mero prejuicio. Es necesario pensar en ello. Creo que un buen texto sobre esto lo encontramos en 1Cor 9, 19-23. Dice San Pablo: «… me hice todo para todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio. Y todo esto, por amor a la Buena Noticia, a fin de poder participar de sus bienes».