22 de mayo de 2007
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El domingo, 27 de mayo, Solemnidad de Pentecostés, celebramos el día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar bajo el lema «Semillas del Reino». Los laicos en la misión de la Iglesia. Con este motivo los obispos de esta comisión nos hacen llegar su mensaje.
…Los obispos de la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar, al analizar la realidad del laicado en la Iglesia, damos gracias al Padre, porque sigue suscitando mediante la acción del Espíritu niños, jóvenes y adultos cristianos que viven su adhesión plena a Jesucristo, con una profunda experiencia de fe y con una vivencia nítida de la comunión eclesial. En sus palabras y comportamientos traslucen la luz de Dios, que ilumina su corazón y que brilla en su rostro; son auténticos testigos y misioneros del don recibido en el bautismo y ofrecen este tesoro generosamente a otros hermanos, para que también ellos descubran el gozo de seguir al único Maestro y Señor de sus vidas.
Pero, junto a esta espléndida realidad, percibimos con dolor que existen otros bautizados que están atemorizados, confusos y desanimados, al constatar que son muchas las dificultades para la transmisión de la fe y grande la falta de respuesta a las insistentes llamadas del Señor. Muchos de estos bautizados, en el mejor de los casos, se conforman con la participación en la Eucaristía dominical, pero no sienten la necesidad de anunciar la Buena Nueva a los hermanos ni de ofrecer público testimonio del infinito amor de Dios a cada ser humano. Afectados por los criterios del secularismo y por “la cultura del relativismo”, bastantes cristianos prescinden de Dios, de la fe y de la religión. Sus vidas están cerradas a los valores trascendentes. Viven y actúan como si Dios no existiese. Esta realidad no puede dejarnos indiferentes. Tiene que impulsarnos a buscar las razones y las causas de esta indiferencia religiosa y a encontrar nuevos caminos para mostrar el infinito amor de Dios a cada ser humano.
Ciertamente existen dificultades externas para vivir la fe en Jesucristo y para llevar a cabo la evangelización. Pero no debemos engañarnos. El mayor problema para el anuncio del Evangelio radica en nosotros mismos, en las resistencias que ofrecemos a la acción de la gracia, en la incapacidad para acoger el amor incondicional de Dios y en el miedo, que nos atenaza e impide fiarnos de verdad de la presencia del Señor resucitado en medio de nosotros. Nos miramos tanto a nosotros mismos, damos tanto culto a la personalidad y tanta importancia a nuestras seguridades y opiniones, que no somos capaces de percibir la constante acción del Espíritu Santo en el corazón del mundo ni dejamos que la Palabra de Dios juzgue nuestros criterios y comportamientos. Esto nos recuerda que todos estamos necesitados de conversión al Señor para vivir y actuar como criaturas nuevas en justicia y santidad verdaderas.
Para responder a la situación de indiferencia religiosa, que constatamos en algunos hermanos, y para anunciar hoy a Jesucristo en nuestra sociedad, los obispos españoles hemos señalado, en otras ocasiones, que es urgente la actuación coordinada de comunidades cristianas y movimientos apostólicos que ayuden a sus miembros a madurar en la fe, a vivir conscientemente la identidad bautismal, a renovar la vocación a la santidad y a ser testigos valientes de Jesucristo en medio del mundo. Frente a una actitud de tranquila y pacífica conservación de lo recibido y heredado del pasado, hoy el Señor nos invita a renovar nuestra vocación misionera, abriendo nuevos caminos y buscando nuevos métodos para el anuncio del Evangelio. Si seguimos haciendo lo de siempre y nos despreocupamos de evangelizar a los que se han alejado de la Iglesia, tendríamos que revisar nuestro ardor misionero. Nunca debemos olvidar que el Señor acoge y envía constantemente a trabajar en su viña y a sembrar sin desfallecer, aunque nos parezca que la siembra no produce sus frutos.
Ahora bien, ¿cómo podemos mantenernos en la misión confiada y cómo podemos ayudar a los hermanos a descubrir su vocación? Solamente, si nos encontramos personalmente con Cristo, si experimentamos su amor incondicional a cada ser humano, podremos actuar con sus mismos sentimientos, actitudes y criterios, y estaremos capacitados para acompañar a otros en esta experiencia. El Papa Benedicto XVI nos dice en la Encíclica “Dios es amor”: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (n.1). En este encuentro personal con Cristo están la fuente de la alegría cristiana y la certeza de ser amados apasionadamente por Dios, que no deja de ofrecernos su perdón a pesar de nuestras infidelidades y pecados. Solo quien se sabe amado por Dios, porque ha experimentado este amor, se siente impulsado a amarle a Él y a los hermanos sin condiciones. El Señor, que nos ama siempre primero, nos invita a poner el amor en el centro de nuestra vida. La oración asidua, la meditación de la Palabra de Dios, la participación en los sacramentos, nos permiten descubrir este amor apasionado de Dios hacia cada ser humano y nos preparan para acoger su salvación.
Pero, juntamente con la oración y la meditación de la Palabra, es preciso que nos preocupemos de nuestra formación cristiana y que busquemos caminos nuevos para colaborar en la formación de otros. Necesitamos con urgencia crecer en la formación para dar razón de nuestra esperanza, para progresar en la identificación con Cristo, para responder a los nuevos retos que se presentan al anuncio del Evangelio. Si no queremos vivir a merced de los cambios culturales, de la “dictadura del relativismo” o de ideologías ilusorias que pretenden construir una sociedad libre y feliz al margen de Dios, es preciso que profundicemos en nuestra formación cristiana. Solo así podremos tener criterios propios, aprenderemos a vivir desde una fe personal y descubriremos con gozo que existen valores definitivos y absolutos. En la formación humana y cristiana, no debemos dejar en un segundo plano la presentación de la gran cuestión del amor porque, si lo hiciéramos, estaríamos presentando un cristianismo desencarnado y espiritualista.
El domingo de Pentecostés celebramos el envío del Espíritu Santo sobre los apóstoles y el comienzo de la misión de la Iglesia, enviada a todos los pueblos de la tierra. En este día, la Iglesia celebra también el día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar. De este modo quiere recordarnos la grandeza de la vocación bautismal y, consecuentemente, la importancia y la necesidad del laicado y de los movimientos apostólicos en la misión evangelizadora de la Iglesia. Los obispos de la CEAS queremos agradeceros un año más a todos los cristianos laicos vuestro servicio generoso a la evangelización y os invitamos a profundizar en vuestra condición de discípulos, siempre atentos a la escucha del Maestro para aprender de Él y para seguirle con alegría y decisión. Con vosotros nos sabemos enviados al mundo para mostrarle en este momento de la historia la misericordia y la salvación de Dios, conformando en todo momento nuestra existencia y nuestros comportamientos a sus criterios. Si nos abrimos todos a los dones del Espíritu, podemos acoger el infinito amor de Dios, sentiremos la urgencia de salir en misión para ofrecer este amor y podremos dejar al borde del camino los miedos, la vergüenza y la comodidad que nos impiden ser testigos del Resucitado y que nos hacen difícil acoger a los demás. El Señor nos pide ser portadores de la esperanza, que nace de la certeza de nuestra fe en Jesucristo, para los que viven solos, tristes, angustiados, marginados y no han descubierto el sentido de su existencia. No olvidéis nunca que no podemos guardar para nosotros la alegría de la fe y los dones recibidos sin mérito alguno por nuestra parte. Debemos comunicarlos, ofrecerlos y entregarlos, donándonos a nosotros mismos, para que todos descubran el sentido de la vida y el gozo de ser cristianos.