8 de septiembre de 2020
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Un saludo cordial a todos queridos hermanos/as en el Señor: sacerdotes, diáconos, seminaristas y acólitos, miembros de la vida consagrada y de los movimientos apostólicos, fieles laicos, familias, Presidente y miembros de la Real Asociación de Nuestra Señora de los Llanos, Sr. Alcalde, Sr. Vicealcalde y Corporación Municipal, Sr. Subdelegado del Gobierno en Albacete, Senadores/as, Diputados nacionales, autonómicos y provinciales, autoridades civiles, militares, judiciales y universitarias, cristianos de la diócesis de Albacete y devotos de la Santísima Virgen de Los Llanos.
Mi saludo se extiende también a todos los que estáis siguiendo esta celebración litúrgica a través de la retransmisión de Castilla-La Mancha Media y las Redes de Comunicación Diocesanas.
Este año nos falta la Feria en honor a la Virgen de Los Llanos y todo lo que popularmente la acompaña y causa en nosotros tristeza. Es verdad, pero lo importante es que la Virgen está con nosotros aquí y nosotros con Ella. De María esperamos salud, ánimos, fuerza, auxilio y esperanza para salir pronto de esta Pandemia. No olvidamos a los que nos han dejado, ni tampoco a sus familias. Para ellas nuestro cariño, apoyo y oración.
La celebración de esta Santa Misa une nuestros corazones y sentimientos para celebrar con inmensa alegría la Fiesta de Santa María en su advocación de Nuestra Señora la Virgen de Los Llanos. A pesar de las circunstancias sanitarias y sociales que van marcando ahora nuestras vidas, la alegría se hace más perceptible al acercarnos gozosos a ella, recordando que es nuestra madre y nuestro modelo a imitar para llegar hasta Dios y para alcanzar la santidad que ella alcanzó. Desde el momento de nuestra incorporación a la Iglesia, a la familia de los Hijos de Dios, con nuestro Bautismo, hemos ido descubriendo a la Virgen María muy cerca de nosotros, como la Madre que desde el cielo nos cuida, nos escucha y protege, nos ayuda y bendice.
Por ello damos gracias a Dios constantemente, por haber elegido a María como su Madre y porque nos la ha dado también a nosotros como madre nuestra junto a la Cruz de Jesús. En ese momento crucial, dirigiéndose al apóstol san Juan le dice: “Hijo, ahí tienes a tu madre”. Y san Juan, en el que estábamos representados todos nosotros, dice el Evangelio, que “el discípulo la recibió en su casa”. Fue su último y maravilloso regalo antes de morir. Jesús nos entrega a su propia madre como madre nuestra.
María con sus virtudes es el mejor modelo a imitar para ser verdaderos discípulos de su Hijo, Jesucristo, para vivir en profundidad la vida cristiana. Recordamos algunas de esas virtudes que tanto la engrandecen a los ojos de Dios y a los nuestros. La grandeza de María la encontramos en su fe, en la luz interior que ilumina su vida llenándola de gracias. La grandeza de María está en su oración. Constantemente alaba y agradece a Dios por las maravillas que estaba realizando en ella. La grandeza de María la encontramos en la obediencia al querer de Dios, aceptando en todo momento la voluntad divina. “Hágase en mi según tu palabra”. La grandeza de María la encontramos en su humildad, pues Ella se muestra sencilla y humilde, se vacía de sí misma y se llena de Dios para darse enteramente a Cristo y a los demás. La grandeza de María la descubrimos en su ternura, como un reflejo de la misericordia de Dios. La grandeza de María está en su actitud de servicio permanente, siempre cercana a los necesitados. La grandeza de María la encontramos acompañando a Jesús en el camino hacia el Calvario y permaneciendo, llena de dolor y angustia junto a Jesucristo crucificado. La grandeza de María la descubrimos en su amor y en su humildad, siempre y en todo, como fundamento de todas sus virtudes. Qué gran modelo a imitar tenemos en María, nuestra madre.
Hay un componente muy importante en la vida de María que quiero resaltar en estos momentos tan desconcertantes y duros: su alegría, su gozo interior permanente, a pesar de los sufrimientos y dificultades que tuvo que afrontar en su vida. Ella dio a luz a Jesús en un establo, fuera del pueblo; ella, con José y el Niño tuvo que huir a Egipto, amenazado éste de muerte por Herodes; ella sufrió ante la pérdida del niño durante tres días en Jerusalén; ella sufrió al ver a Jesús cargado con la Cruz camino del Calvario; ella sufrió al verlo morir en la Cruz, al enterrar su cuerpo y depositarlo en un sepulcro.
Cuando el ángel Gabriel, enviado por Dios, anunció a María que había sido elegida para ser la Madre de Jesús, la Madre de Dios, por obra del Espíritu Santo, la saludó de esta manera. “Alégrate María, llena de gracia, el Señor está contigo”. No temas María, mantén la paz y el gozo interior, la alegría, pues “El Espíritu Santo vendrá sobre ti. Darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús”.
Esta es la causa de su inmensa alegría y de la nuestra: que María es la Madre del Hijo de Dios y nuestra madre; que está llena de Dios; que ayudó eficazmente a su Hijo Jesucristo a redimirnos y a salvarnos junto a la cruz; que está en el cielo, junto a Dios y que, desde allí, sigue ejerciendo como madre, es decir, amándonos, protegiéndonos, ayudándonos, y guiándonos hasta su Hijo Jesús, hasta nuestra verdadera salvación.
Cuando María acudió a visitar y a ayudar a su prima Isabel que estaba a punto de dar a luz a Juan Bautista, recibió de ella, como bienvenida, un saludo lleno de alabanzas: “Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”: Y añadirá Isabel: “Dichosa tu que has creído (que te has fiado de Dios), porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. María, como en un sagrario, llevaba consigo, en su vientre, la alegría de la presencia de su hijo Jesús. Juan Bautista, lo descubrió y saltó de alegría en el seno de su madre.
Pasado el tiempo, María, habiendo vivido con intensidad y gran sufrimiento la pasión y la muerte de Jesús en la Cruz, se llenará también de inmensa alegría al ver a su Hijo Jesús resucitado y al recibir junto con los apóstoles al Espíritu Santo en Pentecostés. Las lágrimas, llenas de inmenso dolor que derramó al pie de la Cruz, se transformaron en una inmensa alegría al contemplar a Jesucristo vivo y resucitado, una alegría que ya nada ni nadie podrán borrar de su rostro y de su corazón,
Desear tener siempre en nuestro interior, a pesar de las dificultades de esta vida, la alegría de la gozaba la Virgen María es un buen deseo y petición. Así lo percibimos cuando ella, agradecida a Dios, entona el canto del Magníficat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el poderoso ha hecho obras grandes por mi” (Lc 1,46-47). María comparte con nosotros, sus hijos, la alegría que vive su corazón y que inunda su alma, y nos la ofrece para que también habite en nuestros corazones.
María nos ofrece su maternidad, su alegría, su protección, su auxilio, su bendición, su corazón de madre para que la sintamos muy cercana, para que vivamos fieles a su Hijo Jesucristo y a sus enseñanzas. Ella misma nos dice: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). Gracias María por ser nuestra Madre desde el cielo. Cuídanos como a hijos tuyos, auxílianos, protégenos e introdúcenos en el corazón lleno de amor y misericordia de Dios Padre y de tu Hijo Jesucristo. No nos abandones y permanece siempre junto a nosotros, llenando nuestras vidas de tu amor y del de tu Hijo, Jesucristo.
(8 de septiembre 2020)