25 de octubre de 2020
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]s la propuesta del Papa Francisco de “una forma de vida con sabor a Evangelio” basada en San Francisco de Asís, hermano universal.
En un mundo de “cruzadas” (actualmente diversas y complejas) la frescura de la fraternidad se abre ante nosotros “sin fronteras” para encender la llama del deseo “de abrazar a todos”, no de las “diversas y actuales formas de eliminar o de ignorar a otros”.
Primero. Las sombras de un mundo cerrado cuya realidad trunca los sueños que se rompen en pedazos. Que se supera con la firme convicción de trabajar juntos, frente la piel de cordero del lobo que aviva los conflictos anacrónicos superados, formando nuevos egoísmos. Que tratan de provocar el fin de la conciencia histórica, un “deconstruccionismo” barnizado de libertad humano que empieza desde cero, convirtiéndose en una colonización cultural qué deshumaniza.
Sin un proyecto para todos la desesperanza y desconfianza polariza nuestro actuar, haciendo urgente construir un “nosotros” que se enfrente: al descarte mundial de los que “todavía no son útiles”; a los derechos humanos que todavía no son suficientemente universales, y que requieren de creatividad e ingenio para recuperar la dignidad del ser humano; al conflicto y al miedo que disipan el horizonte de “el mismo proyecto de fraternidad, y crédito en la vocación de la familia humana”.
Segundo. El buen samaritano es ese extraño en el camino que está en el trasfondo de nuestra extensa historia que nos urge a encontrarnos con nuestro prójimo, que no es otro que el abandonado, cual historia que se repite a lo largo de los siglos y que reconocemos en los personajes de la parábola; invitándonos el Papa a recomenzar para situar a nuestro prójimo sin fronteras de ningún tipo, haciéndonos participes de la interpelación del forastero que llevamos dentro con respecto a los necesidades de cuantos nos circundan.
Tercero. Ser buenos samaritanos nos tiene que llevar a pensar y gestar un mundo abierto, que vaya más allá de nosotros mismos con el valor único del amor. Ya que solo la creciente apertura del amor propicia sociedades abiertas que integran a todos venciendo las comprensiones inadecuadas de un amor universal. “El hombre herido y abandonado en el camino” necesita trascender un mundo de socios para poner en valor la libertad, igualdad y fraternidad. Un amor universal que promueve a las personas, y promueve el bien moral con el valor de la solidaridad, y que se convierte en herramienta propicia para reproponer la función social de la propiedad, desarrollando los derechos de los pueblos sin fronteras.
Cuarto. Un corazón abierto al mundo entero nos lleva al desafío complejo de replantear el límite de las fronteras más allá de las necesidades básicas para llegar a la realización integral de la persona. Ver a los otros como ofrendas recíprocas propias de la “inalienable dignidad de todo ser humano”. Comprender la ayuda mutua entre países como el fecundo intercambio que beneficia a todos, evitando el utilitarismo desde la visión de una gratuidad que acoge. Venciendo la tensión entre lo local y universal que pasa por la renuncia al tesoro que supone el sabor local con una sana apertura al horizonte universal, para convertir este intercambio desde la propia región en una puesta por los países más débiles.
Quinto. Para que la comunidad mundial sea capaz de realizar la fraternidad entre los pueblos es necesaria la mejor política, que huya de los populismos y liberalismo, y máxime cuando “ya no es posible que alguien opine sobre cualquier tema sin que intenten clasificarlo en uno de esos dos polos, a veces para desacreditarlo injustamente o para enaltecerlo en exceso”, ello empuja a ignorar “la legitimidad de la noción de pueblo” haciendo peligrar a sí mismo a la concepción de democracia como gobierno del pueblo; interesante reflexión en torno al concepto de pueblo que desarrolla el Pontífice.
Sexto. Hay que compaginar diálogo y amistad social, pues “el diálogo persistente y corajudo no es noticia, pero ayuda discretamente al mundo a vivir mejor”. Un diálogo social que nos lleve a una nueva cultura, la de construir en común. Y que se fundamente en los consensos, ya que el consenso y la verdad van cogidos de la mano cuánto desde un diálogo sincero “es posible llegar algunas verdades elementales que deben y deberán ser siempre sostenidas” (ética social). Esta nueva cultura de la que habla el obispo de Roma propicia el encuentro hecho cultura, que implica el gusto de reconocer al otro. Con una llamada interesantísima a recuperar la amabilidad.
Séptimo. Se hace imprescindible buscar y encontrar caminos de reencuentro. Ello “no significa volver a un momento anterior a los conflictos” sino recomenzar desde la verdad, sin diplomacias vacías, disimulos, dobles discursos, ni ocultamientos es decir “desde la verdad, clara y desnuda”. Ello propicia un camino que nos permite trabajar juntos para elaborar la arquitectura y la artesanía de la paz. Una paz que nos confraterniza sobre todo con los últimos. Ello exige hablar de reconciliación y poner sobre la mesa el valor y el sentido del perdón, frente a los que piensan que “la reconciliación es cosa de débiles”, e “incapaces de enfrentar los problemas, eligen una paz aparente
Por ello habrá que compaginar las luchas legítimas y el perdón, y la verdadera superación “cuando los conflictos no se resuelven sino que se esconden o se encierran en el pasado, hay silencios que pueden significar volverse cómplices de graves errores y pecados”. De ahí la importancia de la memoria, y de entender de otra manera el perdón sin olvidos. Por otro lado, la guerra y la pena de muerte nos sitúan ante la injusticia de la guerra y la inadecuada, innecesaria e inadmisible pena de muerte.
Octavo. Las religiones tienen que estar al servicio de la fraternidad en el mundo. El fundamento último parte del reconocimiento y apertura al Padre de todos, para encontrar las “razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad”. La identidad cristiana “valora la acción de Dios en las demás religiones” y es “una llamada a encarnarse en todos los rincones”. Religión y violencia no cuadra en la mirada de Dios. Y el llamamiento desde el encuentro fraterno surgido entre el Papa Francisco y el Gran Imán Ahmad nos recuerda que “Dios, el Omnipotente, no necesita ser defendido por nadie y no desea que su nombre sea usado para aterrorizar a las gentes”, en el nombre de Dios hemos sido creados “todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad” para “difundir el bien, la caridad y la paz”.
Y como diría mi admirada Mayra Gómez Kemp: “y hasta aquí puedo leer”, ya que es una encíclica que necesita de una lectura pausada y repensada que va más allá de esta sencilla presentación. Disfrútenla.