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18 de julio de 2021

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]omo dijimos el pasado día Pro Orantibus, contemplar es mucho más que mirar, es ver más allá de las apariencias. Cuando nos miramos, solemos ver un conjunto de cualidades y defectos y podemos llegar a pensar que somos eso, pero esa visión es muy incompleta, tanto como quedarse en ver las motas de un cristal detrás del cual hay un hermoso paisaje. Por eso nuestras buenas o malas acciones no son lo que Dios ve cuando nos mira, porque Él nos contempla (ve más allá) y sabe que no somos esas motas, ni siquiera el cristal, ¡somos el paisaje! A mucha gente le impacta esta afirmación, nunca se habían visto así… y no me extraña, porque somos para nosotros grandes desconocidos. Si nos descuidamos, podemos dejar pasar la vida sin atrapar de ella el tesoro de conocer por dentro nuestra riqueza.

Pero, ¿qué es exactamente ese “paisaje”? ¿Dónde está ese lugar al que no puede llegar nada ni nadie más que Dios y uno mismo? ¿De qué maravilla estamos hechos, que ni el mayor mal cometido es capaz de corromper? Lo más verdadero de nosotros mismos, que es Dios, es posible descubrirlo por medio de la contemplación.

Ya que llega el verano y con él un tiempo propicio para conocer gente nueva, te hago una propuesta: ¿Y si te decides a conocerte a ti mismo? Puede parecerte un disparate, ¡estamos hartos de estar con nosotros! Pero una cosa es estar con alguien y otra conocerle. ¿Te atreves a emprender el viaje de la interioridad, de penetrar en ese lugar donde no tienes que fingir, ni esforzarte por parecer quien no eres, ni “comprar” a Dios con tus buenas obras porque ahí nada se te exige y todo se te regala, donde nada que hayas hecho por terrible que sea te excluye de ser Amado, donde la vida te ofrece la oportunidad de nacer de nuevo y disfrutar, donde todo es sorpresa y caricia…? ¿Te atreves, pues, a emprender la aventura de la Contemplación?

Tal vez te preguntes: “¿Cómo se hace esto?” Efectivamente necesitamos guías que nos enseñen. Pienso que la mejor maestra de contemplación es María. Precisamente acabamos de celebrar la fiesta de la Virgen del Carmen y es buen momento para fijarnos en Ella. María supo hacer algo que hoy hemos olvidado casi totalmente: ESCUCHAR. ¿Cuántas veces vamos a Misa o rezamos con un discurso interior de pensamientos, peticiones u oraciones en las que ni siquiera reparamos y, una vez concluido, nos damos media vuelta sin haberle dejado a Dios ni un minuto por si también tenía algo que decir? ¿Cuánto nos cuesta escuchar a las personas? Y es que no podemos hacer otra cosa (ni con Dios ni con los hombres) si no aprendemos a escucharnos a nosotros mismos. La Virgen María es el mejor ejemplo de mujer oyente, pues supo escucharse y oír en Ella a Dios. Y tú también puedes aprender a hacerlo si realmente quieres. Basta con ser constante en dedicar cada día un tiempo de silencio, en el que conectes con tu interior y abraces tu propio ser. Allí sucederá el resto…

Seguramente esto te aporte paz, pero no creas que éste es el fin por el cual contemplar. ¡Qué va! A la contemplación acudimos solo por Amor. De hecho, te advierto que ésta a veces es lucha que nos enfrenta con nosotros mismos. Porque no tiene sentido que demos un rodeo toda la vida ante nuestros miedos, culpas, apegos o sufrimientos… hay que atravesarlos, hay que soportar la oscuridad (siempre de la mano de Jesús) para descubrir que la Luz nace de lo hondo de la tiniebla. Y solo mirando de frente lo que a veces tratamos de esconder de nosotros mismos, podremos llegar a abrazarnos en nuestra debilidad, a enamorarnos de todo nuestro Ser y así alcanzar el estado en el que vive Dios: Enamorado de nosotros.

El silencio y la contemplación son una aventura apasionante. En la medida en la que te vayas acostumbrando a contemplar, empezarás a conocerte de verdad y a disfrutar de ti mismo, del mundo y de Dios. Porque solo se disfruta aquello que se conoce.

Si este verano emprendes la aventura de la interioridad, no solo te conocerás a ti sino a mucha más gente, porque resulta que ese “paisaje compartido” que somos, es también lugar de encuentro. La contemplación nos une, nos hace a todos iguales a la vez que únicos, nos regala un corazón de carne… Gracias a ella se descubre que amar al prójimo como a uno mismo es posible cuando, tanto al prójimo como a ti, los has contemplado y conocido en Dios.

Feliz travesía, hermano. Con nuestra oración haremos contigo el viaje más importante que se emprende en la vida: El que conduce al interior de uno mismo. ¡Allí nos encontramos!